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    Si hay algo que 
    tenemos que agradecerle en lo inmediato a Bastardos sin gloria es que 
    nos haya ayudado a identificar, por oposición y con especial elocuencia, los 
    males de lo que podríamos denominar el modelo institucional(izado) de 
    representación cinematográfica de la Segunda Guerra Mundial. ¿Qué quiero 
    decir con esto? Tomen al azar un grupo de películas sobre dicho período. Por 
    ejemplo las recientemente estrenadas El niño con el pijama de rayas,
    El lector y Desafío, aunque cualquier otra podría servir. Si 
    observamos estas películas con (no demasiado) detenimiento encontraremos una 
    serie de elementos que se repiten en todas ellas: la solemnidad, la 
    corrección política, las frases tranquilizadores, cierta manipulación y 
    maniqueísmo, una fotografía en tonos oscuros virada al gris, el ya remanido 
    “cuidado en los rubros técnicos”, esquematismo en la construcción de 
    personajes y situaciones, alegorías pesadas pero inofensivas; un manto de 
    “respetuosidad” cubriéndolo todo. Aventuro una hipótesis: detrás de ese 
    manto se esconde una enorme culpa por utilizar la Historia (y esa Historia 
    en particular, con todo lo que implica) para moralizar, para filtrar algún 
    mensaje trascendental o, si nos ponemos cínicos (o realistas, ustedes 
    elijan), para generar beneficios económicos. No es cuestión de indignar, 
    provocar o despertar conciencias, sino de adormecerlas con buenas 
    intenciones, discursos bienpensantes, verdades tranquilizadoras sobre el 
    horror que los directores no dudan en pronunciar desde su cómodo púlpito, 
    para beneplácito de un público que se ve confirmado en su progresismo, 
    humanidad y buen gusto mediante estas películas. En este contexto no es 
    casualidad que dos de las reflexiones más audaces y complejas sobre la 
    Segunda Guerra Mundial aparecidas en los últimos años hayan surgido de un 
    cine que niega este modelo, que prefiere entretener antes que convencer, 
    interrogarse antes que pronunciarse terminantemente, y que elige la levedad 
    del género por sobre la solemnidad del arte culturalmente legitimado. Me 
    refiero a Black Book de Paul Verhoeven y a Bastardos sin gloria, 
    películas que no esconden hipócritamente su culpa por ultrajar la Historia 
    sino que, por el contrario, se desembarazan de ella (la culpa) y son lo 
    suficientemente audaces como para tomarla (a la Historia) y recrearla a 
    través de convenciones narrativas y genéricas.
 
    Bastardos sin 
    gloria 
    es, sin duda, la película de Quentin Tarantino que más mira al mundo. Pero 
    lo hace sin perder de vista al cine, sin dejar de reflexionar sobre él. Ese 
    es el milagro de la mirada estrábica: poder ver al cine y al mundo 
    simultáneamente. En Bastardos sin gloria Tarantino anula la antigua 
    dicotomía baziniana entre los directores que creen en la imagen y los que 
    creen en el mundo: Tarantino cree en el mundo de las imágenes y en la forma 
    en que éstas moldean el mundo en el que vivimos. La película abre con una 
    notable secuencia que recuerda a los westerns de Sergio Leone (y, por lo 
    tanto, nos coloca en la segura distancia del homenaje cinéfilo y el código 
    genérico) y cierra con una pantalla de cine encendida en llamas, o, más 
    precisamente, con un plano subjetivo, el recurso que involucra más 
    (artificialmente) al espectador, de dos hombres mirando a cámara, uno de 
    ellos (el teniente Aldo Raine, encarnado por un juguetón y caricaturesco 
    Brad Pitt) diciendo “creo que ésta debe ser mi obra maestra”. En 
    Bastardos sin gloria el cine se despega de la pantalla, arde con la 
    violencia de las viejas cintas de nitrato de celulosa y por dos horas y 
    media invade nuestro mundo con un ejército de personajes disparatados pero 
    complejos, como el culto, políglota, encantador pero cínico y oportunista 
    coronel Landa (Christoph Waltz, revelación absoluta), un joven héroe de 
    guerra nazi protagonista de la adaptación cinematográfica de sus hazañas 
    realizada a pedido de Goebbels y enamorado de una joven dueña de un cine 
    parisino cuya familia fue masacrada por los nazis, un soldado crítico de 
    cine al servicio de Su Majestad escogido para una misión secreta por sus 
    conocimientos sobre cine alemán durante el Tercer Reich, un soldado 
    estadounidense apodado por sus rivales “oso judío”, tan sediento de sangre 
    como el actor que lo interpreta (Eli Roth) cuando se pone detrás de cámaras 
    para dirigir la saga Hostel, y un largo y riquísimo etcétera. 
    Pero Tarantino 
    cree, más allá del mundo, de las imágenes y 
    
    –tal vez– 
    del cine, en las palabras y en su poder revelador. En Bastardos sin 
    gloria las transforma en su materia prima, desplazando el lugar central 
    que venía ocupando el homenaje cinéfilo desde Kill Bill en adelante. 
    Esto no quiere decir que las referencias a otras películas (canónicas, de 
    culto, bizarras, comerciales) no estén presentes: Tarantino sigue siendo 
    capaz de filmar un plano como si fuera Sergio Leone y el siguiente como si 
    fuera John Ford, o de citar en una misma secuencia al cine bélico de los '60 
    y '70 y al expresionismo alemán, o de combinar a Godard y a Hitchcock en un
    travelling, o de jugar con Ernst Lubitsch y reírse (con cierto 
    rencor) de Emile Jannings. Sin embargo, las palabras cobran un protagonismo 
    esencial. A través de ellas Bastardos sin gloria se acerca al mundo, 
    porque, en definitiva, nosotros también lo hacemos de esa forma. No es 
    menor, entonces, que los personajes alemanes hablen en alemán, los franceses 
    en francés y los estadounidenses hablen mal en italiano. Tampoco es menor 
    que el personaje más atractivo y complejo sea el que domine todos los 
    idiomas. Esa es la razón por la cual en Bastardos sin gloria los 
    personajes tienen un mayor relieve que en todas sus películas anteriores, 
    porque se expresan y se (nos) revelan a través de la palabra. Tarantino, el 
    virtuoso de la imagen, el formalista pop y posmoderno del cine de Hollywood, 
    descubrió el poder de la palabra. Y con él, descubrió el cine político. El potencial 
    político de Bastardos sin gloria es múltiple y difícil de precisar en 
    una lectura apresurada. Va más allá de revelarnos, como queda dicho, los defectos del modelo institucional de representación de la 
    Segunda Guerra. También va más allá de presentarnos personajes nazis 
    encantadores o sensibles y soldados aliados caricaturescos y sádicos. Esos 
    son sólo los aspectos más superficiales de la cuestión. Su potencial está 
    relacionado con la intertextualidad y con el lugar que ocupan el cine y la 
    palabra en la reflexión sobre la guerra y la propaganda política. Sus 
    detractores solamente vieron una mera fantasía vengativa adolescente. 
    Bastardos sin gloria es indudablemente un relato fantástico (y 
    personal), pero Tarantino lo lleva aun más lejos, preguntándose dónde radica 
    la diferencia sustancial entre el cine de propaganda representado en el film 
    con la película dentro de la película que Goebbels encarga basada en las 
    hazañas del joven soldado nazi y la película que él mismo realizó, con ese 
    final delirante, operístico y catártico. O qué es lo que diferencia la 
    retórica antisemita nazi de la retórica racista y esclavista estadounidense. 
    Tarantino, comprometiéndose con sus personajes, las palabras y el mundo e 
    interrogándose como nunca antes, realizó su película más compleja e 
    incandescente hasta el momento, destinada a despertar las conciencias de 
    aquellos que la vean desprejuiciadamente y con una mirada crítica. Frente a 
    los Bastardos sin gloria, el cine y el mundo arden en llamas. Hernán 
    Ballotta      
    
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