Cada nuevo
estreno de Clint Eastwood genera expectativas que trascienden la
especificidad del título. Como si cada film de esos viniera a establecer –o
casi– cuál es el estado actual del cine yanqui, y hacia dónde se encamina.
En cada una de sus obras, este maestro de la narración clásica esboza un
retrato sobre algún aspecto del modo de vida estadounidense y además, habla
de sí mismo. En Jinetes del espacio dijo que tanto él como el cine de
su generación continuarían dando batalla, y Deuda de sangre vino a
demostrarlo.
En Río
místico, por un lado vuelve sobre sus temas de siempre (las marcas del
pasado, la búsqueda de la verdad, etc.), pero también, y a diferencia de la
mayor parte de su cine anterior, descarta la figura emblemática del héroe
solitario a favor de una tríada, que de una u otra manera se comporta
articulando soledades.
No podía estar
ausente su reiterado personaje vengador y fascista, en este caso Jimmy
Markum, encarnado por Sean Penn, a quien le han matado brutalmente su
adorada hija de 19 años. Su drama no es el único; paralelamente sus amigos y
vecinos viven los propios: Sean Devine (Kevin Bacon) es el policía que debe
investigar el crimen consumado en su viejo barrio de Boston, un suburbio
obrero en las orillas del río Mystic, mientras atraviesa el dolor de que su
esposa embarazada lo haya abandonado. Dave Boyle (Tim Robbins) es un padre
de familia angustiado, abrumado por la marca traumática de un abuso sexual
que sufrió siendo niño, cuando fue secuestrado frente a sus dos amigos, que
nada pudieron hacer para evitarlo. Los abusadores podrían haber sido un
religioso y un policía, o al menos lucían como tales. Los tres protagonistas
han sido íntimos amigos durante la adolescencia, han crecido con la marca de
ese recuerdo, pero hoy poco queda de aquella amistad; sólo el peso de ese
pasado imborrable, y tal vez fue precisamente ese hecho traumático el que
separó sus vidas.
Basada en una
novela muy vendida de Dennis Lehane y con guión de Brian Helgeland (el mismo
de Los Angeles al desnudo), la película se desarrolla como un
thriller sobre la investigación que se lleva a cabo en el barrio. Jimmy se
había convertido en el pesado de la zona y tuvo sus días como
delincuente, hasta que después de dos años en prisión eligió llevar adelante
una familia y su almacén, aunque las huellas de aquel estilo de vida también
continúan intactas. Allí están sus secuaces, dos matones de barrio a quienes
maneja, y sus propios tatuajes para recordárselo. Arrebatado por el dolor,
decide investigar personalmente el crimen de su hija, pues no confía en el
accionar de la policía y quiere vengarse por propia mano. Jimmy siente que
él ha construido ese destino fatídico, con el cual viene a pagar sus culpas.
El crimen
produce el reencuentro de los tres amigos de otrora. Pero las evidencias
empezarán a apuntar nada menos que a uno de ellos… con las consecuencias que
todos ya pueden imaginar.
Seguramente
contra su voluntad, o de manera inconsciente, Eastwood viene a confirmar
todas las hipótesis de Bowling For Columbine, el documental de
Michael Moore: pone en juego la paranoia de los ciudadanos en Estados
Unidos, la marca transmitible de un pasado violento, el sentimiento de culpa
y la mala conciencia, las conductas autoritarias y fascistas, el gatillo
fácil e irresponsable.
No es menor el
mensaje policíaco del film, que muestra la celeridad, templanza y eficiencia
de la policía. Pese a estar viviendo el dolor de saberse justamente
abandonado, Sean Devine lleva adelante la investigación de una manera
impecable, superando a quienes sólo confían en la venganza irracional.
Preocupa la ambigüedad de la resolución, que sugiere que la venganza vale
más que toda posible justicia. En la presentación de los policías, éstos
acuden a una autopista pues un conductor ha respondido las provocaciones de
otro ocasionando un accidente mortal. El film depara otra venganza personal,
pero sus consecuencias no parecerán importarle a nadie. Río místico
grita sobre la inevitabilidad de la violencia y la venganza instaladas en la
sociedad: todos tienen alguna culpa, y ellos o sus hijos habrán de pagarla.
Incluso las instituciones –la policía, la iglesia– ultrajan la inocencia.
La película ha
suscitado críticas muy elogiosas. Demasiado elogiosas. Nadie pone en duda el
profesionalismo del director a la hora de narrar, es admirable la
investigación en paralelo de policías y hampones en busca de la verdad, pero
hay detalles que despiertan mis reparos. Todos los personajes son unívocos.
Frente a un mundo masculino cristalizado, cuya pintura siempre había sido el
fuerte de Eastwood, las dos esposas resultan personajes cuestionables: Dave
tiene una personalidad monolítica, signada por la terrible experiencia de su
niñez… pero su esposa no parece tener nunca en cuenta este detalle
fundamental. Celeste (la extraordinaria Marcia Gay Harden) es una mujer de
pocas luces, pero su irresponsabilidad no termina de cerrar. En el
otro extremo, la esposa de Jimmy (Laura Linney) es la necesaria compañera
incondicional de todo déspota fundamentalista, y en la perorata
justificadora de sus acciones algunos han querido ver el recuerdo de Lady
Macbeth.
El elenco –que
incluye a Laurence Fishburne como el compañero del policía– cuenta con
apellidos sobresalientes, y sin embargo, las actuaciones no son parejas.
Sean Penn, uno de los mejores actores de su generación, resulta algo
excesivo en su animalidad, aunque en un trabajo lo suficientemente vehemente
como para conquistar un Oscar. Tim Robbins es más convincente con las marcas
del dolor en toda su humanidad. En un film oscuro como éste, que se
constituye en una reflexión sobre el dolor, la fotografía no es menos densa,
en tonos fríos y azules que, como la melancólica música original, no cesan
de subrayar cada estado de ánimo.
Cabe preguntarse
por la presencia de Penn y Robbins, dos de los actores más radicales –dentro
de los parámetros de Hollywood–, opuestos a toda forma de autoritarismo. Es
que la película, de tan ambigua, no deja de ser ideológicamente perversa.
Miren, si no, cómo la venganza aparece asociada con el alivio...
Después de todo, ese barrio frente al río Mystic constituye un microcosmos,
con sus propias reglas, con sus propios héroes y poderosos que las imponen.
Hay lazos de sangre o del pasado que los comprometen, sucesos de los que no
se habla, que nadie quiere recordar pero que se prolongan en el presente. Un
pasado que ha fisurado a esos chicos devenidos hombres, quebrándolos para
siempre. Como dije al principio, Eastwood habla de los Estados Unidos. Y
toda relación con la actual realidad política y belicista de ese país
resulta evidente.
Josefina Sartora
|