Empecemos por el título: el
auto en cuestión es un Ford modelo ‘72 que el protagonista cuida como si
fuese parte de su familia. En realidad, le importa más que su familia. Esta
no sólo está alejada del viejo gruñón que encarna Clint Eastwood, sino que
justo en el inicio del film comienza a disolverse. Gran Torino
arranca con la muerte de la esposa de Walt Kowalski, estadounidense de
origen polaco que participó de la guerra de Corea y acaba de quedarse viudo,
amargado y solo. Eso si no contamos la presencia de su auto y de unos
vecinos de origen oriental a los que detesta con toda la xenofobia del mundo
y que, naturalmente, acabarán estando más cerca suyo que los propios hijos.
De hecho, jamás lo veremos manejando ese coche, cosa que sí hace sobre el
final del film el chico que funciona como aprendiz de Kowalski. El
automóvil, entonces, no es otra cosa que un testimonio, un testigo de las
tradiciones que se pasa de una generación a otra, y los actores de este
juego de iniciación y aprendizaje son un viejo norteamericano que odia a los
extranjeros y un “amarillo” que se ganará su respeto. Metafóricamente, el
auto es también el caballo de ese último gran héroe del western que es
Eastwood.
Sigamos
por el actor: porque en las películas dirigidas por Clint Eastwood en las
que también aparece como actor importa menos el personaje que encarna que él
mismo. No me refiero a que veamos reproducida su vida en esos papeles, sino
algo mucho más físico y menos simbólico: su cuerpo. Desde hace unos cuantos
años que sus películas importan por el itinerario de deterioro físico que
nos dejan ver y que el propio Eastwood expone como carrera contra el
destino. Todos sabemos que en esa competencia entablada con el tiempo ha de
perder, pero cada vez que decide aparecer frente a las cámaras la
competencia se reanuda y supera todo lo demás. En ese sentido, Eastwood sabe
que la potencia documental del cine es mayúscula y que la relación de la
cámara con los cuerpos es quizá la más emocionante de todas. Y el mecanismo
que escoge para evitarnos la crueldad de verlo cada vez más viejo y cerca de
la muerte consiste en reírse de su condición, sublimarla mediante el humor
(esta es la más cómica película de Eastwood en mucho tiempo), enfatizarla
mediante clisés tan efectivos como la reiterada tos sangrienta del
protagonista, o representarla lisa y llanamente. Sin embargo, el más emotivo
elemento de Gran Torino es la voz de Clint, casi inaudible y ronca,
que arrastra consigo todo el lacónico silencio de los personajes con que ha
llenado la pantalla desde hace cuarenta años.
Ensayemos una rápida
clasificación de sus últimas películas: anclados en ese valor poderosísimo
de la imagen cinematográfica, podríamos decir que su filmografía se divide
entre los títulos en los que aparece el cuerpo de Eastwood y aquellos en los
que aparece la opinión de Eastwood sobre el mundo, con una que oficia como
transición o puente entre ambas concepciones, por lo menos durante los
últimos años, y que tiene incluso una escena en la que el propio film se
parte en dos: Million Dollar Baby. Las que pertenecen a la primera de
esas categorías son infinitamente mejores que las que componen la segunda,
aunque han sido éstas (Río místico, La conquista del honor,
Cartas de Iwo Jima) las que le granjearon premios y reconocimientos
oficiales. ¿La razón? La de siempre: los Grandes Temas expuestos sin la más
mínima sutileza, declamados incluso por los personajes, y con moraleja
evidente para todo el mundo. En las otras (Poder absoluto, Jinetes
del espacio, Crimen verdadero), prodigios de elocuencia visual,
serenidad, ligereza y humor, nada parece ser demasiado dramático, ni se
apela a recursos altisonantes para llamar la atención. Gran Torino es
de esa estirpe, la del héroe pudoroso, efectivo y solitario; la del que
habla poco porque dice todo con los actos. No es perfecta, como casi ninguna
película suya lo es (la excepción quizá sea Cazador blanco, corazón negro),
pero transita el camino más cinematográfico y feliz de la obra de Clint
Eastwood, ese artista al que es fácil relacionar al menos superficialmente
con John Huston –único director de cine al que decidió encarnar en su
carrera–, aunque más no fuere por esa filmografía desigual, fascinante por
descuidada, capaz de maravillas inolvidables como La jungla de asfalto
y de los más prescindibles mamotretos.
Marcos Vieytes
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