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GRAN TORINO

Estados Unidos, 2008



Dirigida y protagonizada por Clint Eastwood, con Christopher Carley, Bee Vang, Ahney Her, Brian Haley, Geraldine Hughes, Dreama Walker, William Hill, Brian Howe.



Empecemos por el título: el auto en cuestión es un Ford modelo ‘72 que el protagonista cuida como si fuese parte de su familia. En realidad, le importa más que su familia. Esta no sólo está alejada del viejo gruñón que encarna Clint Eastwood, sino que justo en el inicio del film comienza a disolverse. Gran Torino arranca con la muerte de la esposa de Walt Kowalski, estadounidense de origen polaco que participó de la guerra de Corea y acaba de quedarse viudo, amargado y solo. Eso si no contamos la presencia de su auto y de unos vecinos de origen oriental a los que detesta con toda la xenofobia del mundo y que, naturalmente, acabarán estando más cerca suyo que los propios hijos. De hecho, jamás lo veremos manejando ese coche, cosa que sí hace sobre el final del film el chico que funciona como aprendiz de Kowalski. El automóvil, entonces, no es otra cosa que un testimonio, un testigo de las tradiciones que se pasa de una generación a otra, y los actores de este juego de iniciación y aprendizaje son un viejo norteamericano que odia a los extranjeros y un “amarillo” que se ganará su respeto. Metafóricamente, el auto es también el caballo de ese último gran héroe del western que es Eastwood.

Sigamos por el actor: porque en las películas dirigidas por Clint Eastwood en las que también aparece como actor importa menos el personaje que encarna que él mismo. No me refiero a que veamos reproducida su vida en esos papeles, sino algo mucho más físico y menos simbólico: su cuerpo. Desde hace unos cuantos años que sus películas importan por el itinerario de deterioro físico que nos dejan ver y que el propio Eastwood expone como carrera contra el destino. Todos sabemos que en esa competencia entablada con el tiempo ha de perder, pero cada vez que decide aparecer frente a las cámaras la competencia se reanuda y supera todo lo demás. En ese sentido, Eastwood sabe que la potencia documental del cine es mayúscula y que la relación de la cámara con los cuerpos es quizá la más emocionante de todas. Y el mecanismo que escoge para evitarnos la crueldad de verlo cada vez más viejo y cerca de la muerte consiste en reírse de su condición, sublimarla mediante el humor (esta es la más cómica película de Eastwood en mucho tiempo), enfatizarla mediante clisés tan efectivos como la reiterada tos sangrienta del protagonista, o representarla lisa y llanamente. Sin embargo, el más emotivo elemento de Gran Torino es la voz de Clint, casi inaudible y ronca, que arrastra consigo todo el lacónico silencio de los personajes con que ha llenado la pantalla desde hace cuarenta años.

Ensayemos una rápida clasificación de sus últimas películas: anclados en ese valor poderosísimo de la imagen cinematográfica, podríamos decir que su filmografía se divide entre los títulos en los que aparece el cuerpo de Eastwood y aquellos en los que aparece la opinión de Eastwood sobre el mundo, con una que oficia como transición o puente entre ambas concepciones, por lo menos durante los últimos años, y que tiene incluso una escena en la que el propio film se parte en dos: Million Dollar Baby. Las que pertenecen a la primera de esas categorías son infinitamente mejores que las que componen la segunda, aunque han sido éstas (Río místico, La conquista del honor, Cartas de Iwo Jima) las que le granjearon premios y reconocimientos oficiales. ¿La razón? La de siempre: los Grandes Temas expuestos sin la más mínima sutileza, declamados incluso por los personajes, y con moraleja evidente para todo el mundo. En las otras (Poder absoluto, Jinetes del espacio, Crimen verdadero), prodigios de elocuencia visual, serenidad, ligereza y humor, nada parece ser demasiado dramático, ni se apela a recursos altisonantes para llamar la atención. Gran Torino es de esa estirpe, la del héroe pudoroso, efectivo y solitario; la del que habla poco porque dice todo con los actos. No es perfecta, como casi ninguna película suya lo es (la excepción quizá sea Cazador blanco, corazón negro), pero transita el camino más cinematográfico y feliz de la obra de Clint Eastwood, ese artista al que es fácil relacionar al menos superficialmente con John Huston –único director de cine al que decidió encarnar en su carrera–, aunque más no fuere por esa filmografía desigual, fascinante por descuidada, capaz de maravillas inolvidables como La jungla de asfalto y de los más prescindibles mamotretos.

Marcos Vieytes      

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