Hannibal es una de esas películas que a uno le da demasiada fiaca
comentar. No es que sea previsible, mediocre, deslucida e industrial (aunque
algo de todo eso es), sino que
ofrece pocos flancos para despuntar la inventiva crítica, la
inspiración literaria, el humor. Haremos lo posible.
Como ustedes sabrán, esta es la
secuela de El silencio de los inocentes, una película
estrenada hace nada menos que una década. ¿Por qué tanto tiempo
entre una y otra? Parece que por razones que tienen que ver con la inspiración: al novelista
Thomas Harris, autor del relato en que se apoya El silencio...,
las musas no lo volvieron a visitar cuando hubieran querido los productores,
sino muchos años después. Esto hizo que primero se cayera Jonathan Demme
(director del film original) en favor del descendente Ridley Scott
(sí, el artífice de Alien y Blade Runner, aunque todo lo que
hizo después sugiere que se trata de otra persona), luego que Jodie Foster
(quien encarnaba a la agente Clarice Starling) fuera reemplazada por Julianne
Moore, y finalmente que David Mamet abandonara su puesto de guionista (y todos sus aportes) ante Steven Zaillan.
Todas estas idas y vueltas se
manifiestan en Hannibal de una manera bastante penosa. Estamos ante un
film desvaído, tramposo, con muy pocos puntos de
contacto con el título del que se pretende continuación, y esto incluye a su
aparente hilo conductor, el propio Hannibal Lecter, que allá lejos y hace
tiempo supo infundir temor (por sus métodos) y respeto (por su inteligencia
y carisma). Ahora, en cambio, Scott y el productor Dino de Laurentiis (Dino
por dinosaurio: es viejísimo y cada vez con peores mañas) han hecho de él
un villano tan estilizado que remeda a Teté Coustarot. Lo más insólito es que una película de tantos
millones de dólares carezca virtualmente de guión. Los primeros,
interminables minutos se encargan de presentar a la agente Starling mediante
el trámite más pedorro del universo: una detención que se complica
por la imbecilidad de sus colegas, en la que ella da la nota –de pericia y
de coraje– despachando a una cantidad de malos entre los que se cuenta
una delincuente que carga a su bebe en brazos. Adivinen en manos de quién queda finalmente ese bebito (sano y salvo, por supuesto).
No menos engorrosa es la introducción
de Lecter, que recién aparece en pantalla a la media hora de apagadas las
luces. Hannibal hará su demostración de fuerza en una imponente mansión
de Florencia, tras un fragmento largo, inflado, que culmina con uno de los asesinatos más pobremente montados de
los últimos años.
Lo que sigue puede resumirse
fácilmente. Por un lado un magnate de pacotilla, cuya cara fue horriblemente desfigurada por Lecter
(Gary Oldman, irreconocible), hace lo
imposible por capturarlo vivo, para hacerlo atravesar un calvario semejante
al que Hannibal le suscitó. Por el otro, la propia Clarice trata de
capturarlo legalmente (o cuasi). La desfiguración de la cara del
ricachón es tan exagerada que no se sabe si el maquillador renunció
a mitad de camino (y lo reemplazó Hopkins) o si Scott, en lugar de miedo,
quiso provocar risa. En todo caso, tampoco lo consiguió. La inoperancia de
los matones del magnate recuerda a los villanos de Mi pobre angelito.
Las pistas que intuye y desgrana Clarice son más inverosímiles que
declaración de senador.
Nada queda, como decía Moris, salvo
una hora larga de proyección. Búsqueda, búsqueda y más búsqueda. Pero
la caza de un hombre por otro (en este caso, por una mujer) sólo puede
llenar una hora de pantalla si está filmada con buenas artes, y aquí no
hay otra cosa que prolijas, no por ello menos pavotas, "ideas" de
producción. Me corrijo: hay una escena próxima al final que vale la pena.
En ella Lecter
–viejo sibarita– degusta sesos humanos cual si fueran manjares de haute
cuisine, mientras que su víctima (nunca diré quién es) aún
respira. Hay una saludable combinación de humor inglés con truculencia
americana en ese plato. El problema es que, a esta altura, ya venimos
indigestos.
Guillermo Ravaschino
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