No suelo recomendar películas
de Clint Eastwood, ni producciones de las más grandes compañías de
Hollywood. Sin embargo, la multipremiada y multinominada Million Dollar
Baby tiene todos los méritos. Si bien mantengo las reservas y
diferencias ideológicas frente a todo el cine de Eastwood, en esta ocasión
narra una historia que conmueve profundamente, incluso a sus detractores de
siempre, en la que considero su mejor película.
Su cine
–eminentemente masculino– vuelve a abordar la problemática del varón: una
vez más en el centro de la pantalla, el director encarna a Frankie Dunn, de
origen irlandés, dueño de un decaído gimnasio de entrenamiento para boxeo, y
entre golpe y golpe lee los poemas de William Yeats y estudia la lengua
celta gaélica. Frankie no ha logrado conservar una familia: acude a misa
todas las mañanas desde hace 23 años, tratando de obtener un perdón (por
culpas desconocidas) que ni él ni su hija pueden otorgar. Ese pasado culposo
–y su lema de cabecera: "siempre debes protegerte"– lo han alejado de toda
relación humana, excepto la larga amistad que sostiene con Scrap, ex
boxeador, su empleado multifuncional y alter ego (un impecable Morgan
Freeman, quien también había acompañado a Eastwood en Los imperdonables)
con quien comparte soledad y sinsabores de la edad, formando ambos la
clásica pareja de amigos de humores complementarios. Ese mundo
exclusivamente masculino es penetrado por Maggie Fitzgerald (Hilary Swank),
una chica que sueña con un futuro de boxeadora profesional, y que
pacientemente va quebrando las resistencias de Frankie. Al tiempo que se
constituye en una figura tutelar, éste encuentra la oportunidad de reparar
una paternidad fracasada, y ella ve en él el sustituto de un padre
idealizado. Pero si en algún momento creemos que Eastwood nos pone frente al
tópico del sueño americano triunfalista, a la superación de los obstáculos y
el logro final mediante el esfuerzo y la voluntad, pronto nos
desengañaremos, porque el film cambia el rumbo y da una vuelta de tuerca a
la historia, mutando un clásico film de boxeo en oscuro melodrama.
Eastwood
ha dado forma a una historia negra, de muy pocos protagonistas, que tiene
lugar en ambientes sórdidos, como el barrio degradado de trailers
donde habita la familia de Maggie, su propio inhóspito departamento o el
oscuro gimnasio de Frankie; subrayada por una iluminación y fotografía
elocuentes. Un film clásico que no teme transitar los tópicos, narrado desde
la voice over de Scrap, quien parece entender los sentimientos y
motivaciones de su patrón como si fueran propios.
Eastwood, quien suele involucrarse personalmente en sus películas, parece
haber encontrado su justo lugar en la pantalla. Lejos de las bravatas
ridículas de Jinetes del espacio, de los alardes de viejo seductor de
Deuda de sangre y del prescindible protagonismo de Piano Blues,
su actuación resulta asombrosamente conmovedora. Por fin parece aceptar su
edad –con el apoyo de su contemporáneo Freeman– y medita sobre la cercanía
de la muerte en un golpe maestro. Si el film tiene algunos puntos de
contacto con la recientemente estrenada Mar adentro, con la que
también comparte nominaciones, su discurso es mucho más sutil, nunca
declamatorio como en la película de Amenábar, íntimamente trágico y de honda
intensidad. Conocemos su talento narrativo y su buen ojo para la cámara, y
aquí vuelve a exhibirlos en el uso del ritmo, la inclusión del humor y el
manejo de la progresión dramática. Las escenas de combates en el ring
constituyen una lección de cine: las luces, las cámaras y la tensión se
apoderan del espectador más reacio a contemplar ese deporte. Y su manejo de
lo público y lo privado, su pasaje de la violencia a la ternura es una joya
en su filmografía. Es por otra parte conocido el amor de Eastwood por el
jazz, y esta película incluye partituras suyas.
Hilary
Swank, quien ya obtuviera un Oscar por su trabajo en Los chicos no lloran
como otra joven que desarrolla actitudes poco frecuentes en una mujer,
transmite todo su entusiasmo cada vez que está en pantalla. Ella resulta una
rara heroína en el universo de Eastwood, quien conserva sin embargo su
misoginia, fruto sin duda de algún trauma no resuelto aún. Al final, los
lunares ideológicos: pocas madres terribles pueden ser tan estereotipadas y
caricaturescas como la de Maggie, proveniente de una clase social que
Eastwood desprecia desde su sitial olímpico, y pocos rivales habrá sobre el
ring tan sucios e infames como la ex prostituta a la que enfrenta Maggie,
negra por añadidura.
Josefina Sartora
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