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EL SUEÑO DE CASSANDRA
(Cassandra's Dream)

Estados Unidos-Inglaterra, 2007


Dirigida por Woody Allen, con Ewan McGregor, Colin Farrell, Peter-Hugo Daly, John Benfield, Clare Higgins, Ashley Madekwe, Andrew Howard, Sally Hawkins.



1. La penúltima película de Woody Allen (acaba de presentar Vicky Cristina Barcelona) es una película lavada, tanto en su aspecto visual y sonoro como en su tono. Lo primero se debe, quizás, a su traslado geográfico. Al igual que Match Point, esta también transcurre en Londres, pero ¿por qué una película que transcurre en Londres debería lucir sin ningún tipo de contrastes, fría, fea? Como tantas cosas buenas del cine de Allen, ya quedaron muy atrás –aunque todavía estén presentes en la memoria– los planos en magnífico blanco y negro de Manhattan (la ciudad y la película), los otoños agridulces y tragicómicos de Hannah y sus hermanas, los texturados claroscuros de Crímenes y pecados, y hasta la nerviosa cámara en mano de Maridos y esposas, crispada y neurótica como las relaciones de sus personajes. Allen parece estar filmando desde hace ya demasiado tiempo como si no le importara hacerlo, con un afán menos estético que numerario, y ese desinterés se palpa en esta película carente de atractivo, desvaída, liviana. Y eso que se trata de una tragedia sin intención evidente de ser caricaturizada o parodiada amablemente por el autor, tal como hiciera en Poderosa Afrodita.

2. Colin Farrell y Ewan McGregor (el acento inglés de este último es exageradamente impostado, y más todavía el de Tom Wilkinson) son dos hermanos de clase media baja. El segundo trabaja en el restaurante de su padre pero aspira a llevar mejor vida, a imagen y semejanza de su tío Howard, quien ha montado una cadena internacional de clínicas dedicadas a la cirugía plástica. El primero está conforme como empleado de un taller mecánico y sólo aspira a casarse, tener hijos y, acaso, abrir algún día un negocio de artículos deportivos. Sólo tiene un defecto, o quizá dos: las apuestas y la bebida. En contra del segundo sólo podría decirse que es demasiado ambicioso, seduce a mujeres con los autos caros que le presta su hermano mientras los repara, y transmite la sensación continua de que estaría dispuesto a hacer cualquier cosa por progresar. La pérdida de una enorme suma de dinero que sufre jugando al póquer el primero y la decisión de invertir en una cadena hotelera para conquistar a una hermosa actriz del segundo, son los cebos que les pone el destino para que tengan que tomar una decisión trascendental que cambiará sus vidas por completo.

3. Vale decir que estamos en el terreno de los clásicos griegos atravesados por el teatro trágico inglés y por Hitchcock, pero condensados por Selecciones del Reader’s Digest. Tan evidente es la subestimación del público llevada a cabo por Allen que hasta incluye algunas líneas de diálogo en las que los personajes mencionan como al pasar Medea para indicarnos las fuentes que inspiran al director como si se tratara de un letrero gigante en donde se lee "Forme Fila Aquí Si Quiere Asomarse A Los Arcanos de la Cultura Universal Y El Sentido De La Vida Traducidos Por Un Artista". En El sueño de Cassandra, sin embargo, no hay tragedia ni lectura crítica de ella. Para lo primero falta pasión y, sobre todo, sinceridad. La tragedia es un género y, como tal, susceptible de ser compuesto mediante fórmulas, pero también requiere de un contexto social o al menos de un artista que crea en ella, lo que significa creer en el sentido que la tragedia puede tener para sí misma o para el espectador, y Woody Allen hace mucho que no cree en el sentido de nada. Ahora bien, eso mismo podría inducirlo a desmontar el orden catártico de las tragedias, criticando su significado, efectos y manipulación política, como ha hecho alguna vez Park Chan-wook en Corea, pero ello tampoco ocurre. Al verla nos queda, entonces, un sabor a nada o parecido al de chupar un clavo y la nostalgia de viejas películas suyas, sean aquellas en las que trataba de situarse como autor a la manera de Bergman y Fellini o esas otras –mucho mejores– en las que su humor no neutralizaba la trascendencia, sino que era el conducto preciso para expresarla sin énfasis alguno. Finalmente ha terminado por parecerse a Zelig, que no se parecía a nadie –por parecerse a todo el mundo– y desapareció en la más oscura visibilidad.

Marcos Vieytes      

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