1. La
penúltima película de Woody Allen (acaba de presentar Vicky Cristina
Barcelona) es una película lavada, tanto en su aspecto visual y sonoro
como en su tono. Lo primero se debe, quizás, a su traslado geográfico. Al
igual que Match Point, esta también transcurre en Londres, pero ¿por
qué una película que transcurre en Londres debería lucir sin ningún tipo de
contrastes, fría, fea? Como tantas cosas buenas del cine de Allen, ya
quedaron muy atrás –aunque todavía estén presentes en la memoria– los planos
en magnífico blanco y negro de Manhattan (la ciudad y la película),
los otoños agridulces y tragicómicos de Hannah y sus hermanas, los
texturados claroscuros de Crímenes y pecados, y hasta la nerviosa
cámara en mano de Maridos y esposas, crispada y neurótica como las
relaciones de sus personajes. Allen parece estar filmando desde hace ya
demasiado tiempo como si no le importara hacerlo, con un afán menos estético
que numerario, y ese desinterés se palpa en esta película carente de
atractivo, desvaída, liviana. Y eso que se trata de una tragedia sin
intención evidente de ser caricaturizada o parodiada amablemente por el
autor, tal como hiciera en Poderosa Afrodita.
2.
Colin Farrell y Ewan McGregor (el acento inglés de este último es
exageradamente impostado, y más todavía el de Tom Wilkinson) son dos
hermanos de clase media baja. El segundo trabaja en el restaurante de su
padre pero aspira a llevar mejor vida, a imagen y semejanza de su tío
Howard, quien ha montado una cadena internacional de clínicas dedicadas a la
cirugía plástica. El primero está conforme como empleado de un taller
mecánico y sólo aspira a casarse, tener hijos y, acaso, abrir algún día un
negocio de artículos deportivos. Sólo tiene un defecto, o quizá dos: las
apuestas y la bebida. En contra del segundo sólo podría decirse que es
demasiado ambicioso, seduce a mujeres con los autos caros que le presta su
hermano mientras los repara, y transmite la sensación continua de que
estaría dispuesto a hacer cualquier cosa por progresar. La pérdida de una
enorme suma de dinero que sufre jugando al póquer el primero y la decisión
de invertir en una cadena hotelera para conquistar a una hermosa actriz del
segundo, son los cebos que les pone el destino para que tengan que tomar una
decisión trascendental que cambiará sus vidas por completo.
3. Vale decir que estamos en el terreno de los clásicos griegos atravesados
por el teatro trágico inglés y por Hitchcock, pero condensados por
Selecciones del Reader’s Digest. Tan evidente es la subestimación del
público llevada a cabo por Allen que hasta incluye algunas líneas de diálogo
en las que los personajes mencionan como al pasar Medea para indicarnos las
fuentes que inspiran al director como si se tratara de un letrero gigante en
donde se lee "Forme Fila Aquí Si Quiere Asomarse A Los Arcanos de la Cultura
Universal Y El Sentido De La Vida Traducidos Por Un Artista". En El sueño
de Cassandra, sin embargo, no hay tragedia ni lectura crítica de ella.
Para lo primero falta pasión y, sobre todo, sinceridad. La tragedia es un
género y, como tal, susceptible de ser compuesto mediante fórmulas, pero
también requiere de un contexto social o al menos de un artista que crea en
ella, lo que significa creer en el sentido que la tragedia puede tener para
sí misma o para el espectador, y Woody Allen hace mucho que no cree en el
sentido de nada. Ahora bien, eso mismo podría inducirlo a desmontar el orden
catártico de las tragedias, criticando su significado, efectos y
manipulación política, como ha hecho alguna vez Park Chan-wook en Corea,
pero ello tampoco ocurre. Al verla nos queda, entonces, un sabor a nada o
parecido al de chupar un clavo y la nostalgia de viejas películas suyas,
sean aquellas en las que trataba de situarse como autor a la manera de
Bergman y Fellini o esas otras –mucho mejores– en las que su humor no
neutralizaba la trascendencia, sino que era el conducto preciso para
expresarla sin énfasis alguno. Finalmente ha terminado por parecerse a
Zelig, que no se parecía a nadie –por parecerse a todo el mundo– y
desapareció en la más oscura visibilidad.
Marcos Vieytes
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