| Zatoichi 
    es muchas cosas a la vez: un samurai ciego (algo así como un Beethoven de la 
    espada), un "MacGuffin" (una cosa que parece –o dice– ser lo que no es 
    durante la mayor parte de la película) y una música (una organización 
    distinta del tiempo que acaba en esa especie de presente continuo de las 
    celebraciones populares). A diferencia de Jarmusch, que en El camino del 
    Samurai (Ghost Dog) cantaba la elegía crepuscular de un 
    mercenario urbano que seguía los códigos de los guerreros orientales, el de 
    Takeshi K. anda vivito y coleando, se tiñe el pelo de amarillo, digitaliza 
    la sangre para enfatizar el artificio y hace suya la venganza de un 
    travesti. Lejos de ser esnobismos o gestos políticamente correctos, estas 
    decisiones narrativas y estéticas apenas si son carteles luminosos –puestos 
    para escandalizar a los puristas de la serie homónima que, como todos los 
    puristas, son una banda de feligreses intolerantes– que nos llaman a 
    detenernos ante una película que revisa y celebra la tradición samurai con 
    algo más que cambios superficiales como los antedichos.
 Consciente 
    de la dimensión mítica que el consenso popular le ha dado, Kitano optó por 
    enfatizar el carácter de representación y artificio del personaje con trucos 
    como el de la sangre, la recurrente aparición de los cómicos que actúan para 
    los señores, la puesta en escena de las geishas, la gesticulación rayana en 
    la pantomima de algunos secundarios que funcionan como comparsas, el secreto 
    de Zatoichi (solamente el samurai contrincante no tiene nada que esconder, y 
    ello explica su destino), la celebración final de los aldeanos, los ritos 
    del idiota, y los disfraces sucesivos que adquieren los poderosos para 
    ocultar su identidad. El plano 
    inicial es la síntesis del héroe solitario. Sentado a la vera de un 
    polvoriento camino de provincias, Zatoichi es Sanjuro, Yojimbo y cualquiera 
    de los 47 ronin o de los 7 samurais de Kurosawa. Como ellos, es también un 
    peregrino que se marchará con nosotros después de alterar el destino de 
    todos. El ataque del que es objeto en la primera secuencia, sin embargo, 
    tiñe sin estridencias a la película de un humor físico y lacónico propio del 
    cine de Kitano, que devendrá gradualmente –y al compás del ritmo de los 
    instrumentos de labranza, de las gotas de lluvia o de las herramientas de 
    los carpinteros– en uno de los finales más insólitos, felices y musicales 
    que hayamos visto. El Kitano trágico de Violent Cop –su primera 
    película– también está consciente del deber moral de la alegría, y esa moral 
    termina impregnando el metraje de esta comedia oblicua de una vitalidad 
    contagiosa y exenta de sentimentalismo barato. Kitano 
    enlaza el pasado, el presente y el futuro de seis personajes a la presencia 
    casi imperceptible de Zatoichi. Allí están la viuda que le da asilo (a quien 
    recompensa con sesiones de masaje) y su sobrino bienintencionado, solterón y 
    zonzo; el samurai que vuelve a trabajar de mercenario para curar a su mujer 
    enferma, y las dos geishas que reclaman venganza por un episodio del pasado 
    del que nos enteraremos al compás de la lluvia. Todos se encuentran a un 
    mismo tiempo en una aldea dominada por dos mafias antagónicas. Más 
    temprano que tarde (pues para ello existe y el director lo sabe y nos lo 
    hace saber) Zatoichi se verá obligado a intervenir en más de una pelea, que 
    no brillan por su duración sino por la composición de los encuadres al modo 
    de pinturas (una de las bandas se para como una de yakuzas y la 
    cámara se deleita en ella) y la sagacidad de sus desenlaces. En contraste 
    con La casa de las dagas voladoras (otra película de Zhang Yimou –el 
    mismo director de Héroe– que circula en DVD y amenazan con estrenar), 
    no es la estilización de la muerte lo que persigue Kitano. La decisión de 
    usar efectos digitales para simular la sangre y la penetración de las 
    espadas en la carne pudo haber resultado en un regodeo casi caligráfico en 
    el dolor y la violencia. Sin embargo, la sangre derramada sólo forma 
    manchones que la lluvia lava o la luna enfría, y los chorros artificiales se 
    disipan como por arte de mouse en un fondo de píxeles. Los 
    flashbacks irrumpen con la velocidad y la contundencia que tienen los 
    movimientos de la espada de Zatoichi, y esto instaura una especie de 
    presente continuo (reforzado en una oportunidad por el uso de la 
    sobreimpresión para presentarnos a un personaje) pero no confuso, que nos 
    obliga a contemplar a cada momento varias facetas de un mismo personaje. De 
    este modo, los recuerdos evocados eluden el quietismo de la nostalgia y son 
    funcionales al futuro de la historia que se cuenta. Verdadero samurai de la 
    isla de edición, en pocas películas el montaje tiene un papel tan 
    preponderante, quizás sólo igualado por la música de Kiishi Suzuki que da 
    ritmo propio a las imágenes. Así, la 
    percusión incesante de la película instaura un clima de alegría o tensión 
    gozosas que culminará en el singular zapateo de triunfo de todo el pueblo. 
    Sólo entonces Zatoichi se alejará callado por un sendero luego de haber 
    revelado el carácter elusivo del poder y espantado todos los males de este 
    mundo. Porque Zatoichi –el personaje– no es un samurai, es nada más que un 
    masajista. Porque Zatoichi –la película– no es la revolución 
    derrocadora de una tradición estética, es apenas una fiesta (pero 
    inolvidable). Marcos Vieytes      
    
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