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20º Festival Internacional de Cine de Mar del Plata
Sección:
América Latina XXI


Machuca... y la oscuridad


Evidentemente existe un gran desinterés desde cierta parte de la cinefilia argentina –la joven, la moderna– para con el cine latinoamericano. Los asiáticos, con su apuesta por una forma renovada en lo temporal, y en muchos casos con sus excesos gore, gozan de mayor crédito. Y lamentablemente, al concurrir a una decena de proyecciones de la sección América Latina XXI durante el reciente festival de Mar del Plata, terminé por darles la razón a los descreídos. Muchos de los títulos cayeron en esa clase de humor asfixiante, alegórico y reiterativo del miserabilismo regional. Se rieron de nuestra decadencia, pero no aportaron ideas. En muchos de los casos se trató de un cine inútil, que funciona durante unos minutos pero que luego, al quedar expuestos sus hilos, termina siendo un triste teatro de marionetas. Afortunadamente hubo excepciones; siempre aparece esa extraña gema, esa joya escondida que demuestra que cualquier esfuerzo no es en vano y termina haciendo las veces de recompensa. Esa preciosura fílmica se llama Machuca. Y es una de las mejores películas de estos días festivaleros.

Posiblemente Machuca sea una película para todos los gustos: cuenta una historia de amor entre adolescentes de diversas clases sociales, enmarcada en los últimos días del gobierno de Salvador Allende en el Chile de 1973. Su forma es bien clásica, su narración es clara y fluida, y su tono es de comedia agridulce, bordeando lo trágico. Y es por eso, por su capacidad para atraer a todos los públicos, que seguramente será desechada por una parte de la cinefilia: aquella que precisa de trampas temporales y atmósferas enrarecidas para sentirse a gusto. Andrés Wood es el director, quien logró hacer cine político sin caer en sermones ni panfletos. Lo que parece una verdadera proeza en esta región del planeta. En su film se hallan rastros del Bertolucci de Los soñadores, pero sus intenciones son menos pretenciosas y más concretas a la hora de narrar: aquí lo primordial es la historia. Wood nunca agota su film en la anécdota política.

Lo público en constante roce con lo privado; el contexto social como disparador de las historias; la triste conciencia de clase reflejada en chicos que comprenderán brutalmente el destino que les reserva el sistema. Wood pinta un mundo pasado con los sabores pop del presente, desde la presencia incesante de la música hasta la forma candorosa de mostrar el amor. Seguramente aquella escena de los besos con leche condensada quedará en la historia de la ternura fílmica. La tragedia se va irguiendo ante los protagonistas y cuando llegue el final, nada sonará a truco de guión ni a impostación: la emoción está generada verazmente por el relato. Machuca es una joya que conviene no dejar pasar si se estrena en las salas comerciales.

Pero más allá de esta maravilla chilena, hubo en América Latina XXI películas que prometían mucho, aunque se quedaron en las promesas. Había nombres tentadores que habían generado una repercusión favorable con sus anteriores films: Silvio Caiozzi (Coronación), Sergio Cabrera (La estrategia del caracol) y Marcos Loayza (Escrito en el agua). Y las tres películas presentadas por estos hombres resultaron, cuanto menos, fallidas. Tal vez al que me mejor le funcionaron las cosas fue a Cabrera con Perder es cuestión de método, donde Daniel Jiménez Cacho interpreta a un periodista que se mete a investigar un crimen. El director colombiano utiliza esta premisa argumental para trazar una radiografía en sorna de la corrupción enquistada en los poderes de su país. Sin embargo el juego con el género de misterio policial resulta por momentos confuso, y el entramado de la historia pierde rigor merced a un estiramiento final poco feliz. Si embargo, algunos momentos de un humor que bordea el absurdo logran sacar leves carcajadas.

El chileno Caiozzi trajo Cachimba, adaptación (otra vez) de una novela de José Donoso pero en clave grotesca. Todos sabemos que el grotesco murió hace un tiempo, pero Caiozzi explota el recurso como si lo estuviera estrenando y fuera la cosa más nueva del mundo: todos gritan, todos mueven sus brazos ampulosamente, todos son ridículos, nadie se salva. Aunque con el colega Rodrigo Seijas coincidimos en opinar que el personaje de Patricio Contreras es lo peor y hace recordar a ese cine argentino que ya no queremos ver. Lamentablemente Cachimba ronda un tema interesante –la valoración de lo artístico por sobre lo económico–, pero con semejante defase tonal no hay historia que resista, más aun si sobre el final una serie de inexplicables alegorías la coronan con una innecesaria mirada ambigua.

Otro que cumplió a medias fue el boliviano Marcos Loayza con El corazón de Jesús. Otra vez el regodeo con los problemas localistas de la burocracia y la desorganización institucional, aquí enmarcado en la historia de un hombre que halla un hueco administrativo para estafar a su obra social. Si bien hay que reconocer que Loayza se esfuerza al máximo para que su película no caiga en la inverosimilitud, su mayor inconveniente son los incómodos materiales con los que hace humor. Encima no recurre a una mirada crítica sobre su personaje, con lo que termina siendo cómplice de algunas tropelías mayores. Está bien que el final es amargo y devastador contra el sistema. Pero no lo redime de ciertas situaciones repudiables.

Y hablando de cosas repudiables, llegamos a Voces inocentes, de Luis Mandoki, que ya tuvo estreno comercial. Y se trata de un producto vergonzante en su exposición del sufrimiento de los chicos reclutados por el ejército de El Salvador. Hacía rato que no me iba indignado de una sala como con esta película. Bueno, horas antes me había ido con cara larga por un film brasileño llamado Olga. Una de las tantas cosas que dejó el festival es la comprobación de que el cine carioca está atravesando un momento económico brillante, con superproducciones de lo más lujosas. Olga es prueba de ello, y también de que sin un poco de buen gusto no hay dinero que valga. El director es Jayme Monjardim, el de "El clon", para quien es lo mismo filmar una ficción de telenovela que la historia de Olga Benario, una europea que participó de un intento de revolución en Brasil, junto (eran pareja) al rebelde Carlos Prestes, y terminó muriendo en los campos de concentración de Hitler. La película es tan, pero tan mala que resulta intrascendente y emocionalmente nula. Monjardim además comete la herejía de transformar a una mujer revolucionaria en una madre modelo, como si fuera para lo único que sirve una mujer: procrear.

Hubo más en América Latina XXI, pero poco valió la pena; y ni siquiera lograron hacer enfadar. Wim Wenders siguió con la nueva gran estafa de producir documentales cubanos con Música cubana, y la verdad es que aburrió un poquito. De Temporada de patos no puedo decir nada porque nunca conseguí entradas en la sala de prensa (las salas del Paseo resultan chicas y entregaban pocas invitaciones especiales a los cronistas), aunque los comentarios que me llegaron fueron contradictorios: unos vieron un muy bien logrado clima de domingo a la tarde, mientras otros estaban a la espera de que sucediera algo "en serio" que movilizara la trama.

Mauricio Faliero      

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