Documentar
lo real. Premisa común al cine de ficción y al cine documental; uno con
actores que interpretan personajes, otro con personajes que se limitan a ser
y exponerse en su ir siendo. Lo real, dirán los más exquisitos, es
–en realidad– "lo real", pero prefiero obviar la suspensión de las comillas
y darle a la realidad el status que se merece: algo es real en tanto
alguien lo construye de tal o cual manera, "ficcional" o "documental". Y la
cuestión no es librar a la ficción de la supuesta cruz de ser ficcional,
sino al documental de la pesada cruz de Retratar-Lo-Real. Claro está: la
realidad que vemos en la peatonal San Martín no es la misma (ni del mismo
tipo) que la que lucubra un guionista en algunas hojas. Las dos se
construyen, sí, pero sólo una cuenta con el misterioso peso que le confiere
el hecho de estar ahí. El "documental" (a diferencia del "cine de
ficción") lidia con ese peso, con la impronta de retratar lo que existe más
allá del cine y de quienes lo traman. Y no es poca cosa.
Vamos al punto:
vi muchos documentales en esta entrega del Festival de Mar del Plata, y no
es lo mismo ver una ficción de enfermos oncológicos y familias desesperadas
que ver una serie de imágenes que retratan con cercanía minuciosa los
últimos días (y, ay, segundos) de cinco enfermos de cáncer. No, no es lo
mismo. Menos que menos para el espectador, que se enfrenta –más que nadie–
con ese peso de lo real que sigue-ahí-afuera. La cuestión del qué y el cómo
se embarra más cuando el qué tiene ese plus óntico, cuando en muchos
casos la sordidez o la crudeza del objeto retratado o el interés que puedan
despertar los temas tratados facilitan la pereza formal y la ausencia de
propuestas por parte del realizador de turno. Es el deber de un
documentalista cuestionar, afirmar, dudar del contenido actual a través de
la forma (nosotros con él). Es mi deber, por otra parte, esforzarme en
eludir tal plus óntico, mirar a los documentales cual si fueran
ficciones –¿por
qué no?–,
mirar al documento más que a lo documentado.
Tercera persona
Ahora sí:
documentales, los hubo para paladares diversos. Con y sin intervención in
situ del realizador, con y sin entrevistas, con y sin búsquedas
estilizadas, políticos, conceptuales, espirituales, en primera, en segunda,
en tercera persona. Empiezo entonces mi recorrida por este embrollo
documental con aquellos que más se emparentan con la tercera persona,
aquellos acercamientos en los que se mira de lejos, se observa sin
involucrarse
Cuatro de
las mejores películas que vi en mi estadía en Mar del Plata comparten un
autor: se trata de los cuatro mediometrajes del documentalista bielorruso
Sergei Loznitsa, incluidos en la sección Ventana Documental. En todos los
casos se exponen realidades a la distancia, se respeta lo que se observa, se
lo deja respirar en pantalla; en cada uno el realizador parece decirnos "ahí
están ellos, mírenlos" (sus títulos –Paisaje, Retrato– son
esclarecedores). Sean pasajeros en trance en Train Stop, la vida de
hombres y máquinas en Factory o las texturas de un puñado de
trabajadores rurales en Portrait, Loznitsa se mantiene fiel a su
apuesta: no hay personajes, no hay diálogos, no se generan tensiones, no hay
narración; en fin, no pasa nada. ¿O sí? Planos fijos (muchos), pocos
movimientos –Landscape es la excepción con sus cadenciosos e
interminables travellings–; el amigo bielorruso parece devolver al cine a
sus comienzos. Sus planos remiten a los de Lumière, a la naturaleza primera
del registro fílmico: acá enfrente hay algo, mirémoslo (lo humano es paisaje
y el paisaje es humano). En este silencioso dejar-ser a lo que documenta, el
documentalista lo respeta en su ambigüedad inherente, deja que surjan las
grietas desde donde el espectador puede ingresar y cuestionar la materia.
Pienso que
quizá se trate de eso: necesito –como espectador de un documento– ver las
grietas, encontrar por dónde mezclarme con esa realidad, ya sea a través de
la pertenencia o de la pregunta. ¿Por qué falla entonces (o por qué me falló
a mi) Dying At Grace?, en el que Allan King sigue la gradual muerte
de cinco pacientes oncológicos (premisa que me atrajo y desilusionó más que
cualquier otra). Acá hay también documentación directa y un realismo que por
momentos supera al del bielorruso, pero King parece apoyarse demasiado en la
agonía de sus protagonistas sin limitarse tampoco a mostrarlos cual
Fábrica de Loznitsa: no hay distancia de observación pero tampoco una
intimidad lograda (que hay momentos, los hay; pero son anecdóticos). King se
mantiene en el contenidismo y cree en el impacto ontológico de la
muerte: no se equivoca. Yo, por lo pronto, no encontré grietas (esas que
surgen de la vida de los planos) para asomarme; sí, en cambio, una bajada de
línea de un trascendentalismo religioso que no me interesa (y apenas pude
soportar a la enfermera que empujaba a los enfermos a creer en su Dios).
Quizás esta impronta (que tampoco rige el relato) torne aun más hermético al
documento.
También en
tercera persona, pero bien alejado de este hermetismo, me encontré con In
The Dark, del kazajo Sergei Dvortsevoy. Las imágenes se limitan a
mostrar tres o cuatro anécdotas de un viejo ciego moscovita: el relato está
lleno de humanidad, su interés yace en que el letargo de la observación abre
resonancias y nunca encuentra la clausura que tampoco busca. Me aburrió en
su momento, pero eso es lo que a veces ocurre cuando la crudeza no sólo es
de contenido sino que se traduce en la forma.
Segunda persona
A las cualidades
corrosivas de la pregunta las conoce todo el mundo, con lo que decir que la
entrevista constituye uno de los métodos privilegiados para desparramar la
materia es casi redundante. Lo digo de todas maneras: la segunda persona de
la entrevista trae consigo al cuestionamiento en acto, tiene toda la
potencia para generar las grietas por donde mirar lo documentado; por ser
tan efectivo y por ser el recurso no cinematográfico utilizado por
excelencia en el cine documental (tan útil para el contenidismo perezoso),
vale la pena darle un par de vueltas al asunto de la entrevista en las
películas vistas en Mar del Plata. De las que se me cruzaron, son cuatro las
que se apoyaban primordialmente en la entrevista. No del mismo modo, claro:
a asuntos diferentes, formas diferentes (y no siempre el mismo interés de mi
parte).
Barbara
Hammer parece ser toda una personalidad en el mundillo documental, lo dijo
el programador de la sección en cada una de sus presentaciones y parecían
pensarlo muchos de los concurrentes a las proyecciones de sus films. Yo la
conocí por esos días y no me impactó demasiado: tanto Resisting Paradise
como Devotion (debo admitirlo: dormité algunos minutos), dos de sus
largos que se apoyan en sus preguntas, parecen no explotar con suficiencia
la premisa de la que parten. El primero debate acerca del compromiso
político (o la falta del mismo) de algunos artistas con la resistencia
francesa en los tiempos del nazismo. La directora se introduce en la duda de
partida (arte ¿y/o? política) con un prólogo en primera persona que disparó
un interés que se quedó en promesas: el arte –las cartas de Matisse a
Bonnard– y la política –la resistencia de la población de Cassis– parecen
seguir casi siempre (algunas preguntas de Hammer y algunas cartas son la
excepción) caminos paralelos que no chocan significativamente. Las dudas de
la realizadora no llegan a volcarse ni en las respuestas a sus tácitas
preguntas ni en la forma del documental. Lo lamenté. Devotion cuenta
con frialdad (buscada, supongo) la polémica historia de una "secta"
cinematográfica en los '70 japoneses: documentalistas, políticos,
comunitarios, jerárquicos, los miembros de Ogawa Productions pocas
veces se ven provocados por las preguntas (nuevamente ausentes) de Hammer.
Sus respuestas son igual de tibias. En este caso el plus óntico
parece desaprovecharse.
¿Cómo
encarar la entrevista? En lo personal prefiero la respetuosa agresividad de
Oliver Stone ante la escurridiza retórica de Fidel Castro. La coyuntura, es
verdad, es diferente: Castro está vivo y habla, Ogawa no; y pocas
controversias tan frescas como las ejecuciones cubanas de 2003. Pero hay
tanta polémica allí como en las estructuras y medios del colectivo Ogawa
Productions, tanta potencialidad en las preguntas (y en sus respuestas);
Stone explota su materia en Looking For Fidel, sus preguntas y puntos
de vista mantienen latente la turbiedad del asunto (sus grietas) sin
apichonarse ante la figura del comandante. No diría lo mismo de Devotion:
al film de Hammer (a diferencia de Resisting...) parecería –incluso–
faltarle una premisa, algo que buscar en sus preguntas o (no hay por qué
saber qué se busca) haber individualizado un hallazgo a posteriori.
Algo parecido parece ocurrirle a la directora en History Lessons, en
la que el abundante material de archivo de la historia del lesbianismo me
dejó el gusto de lo estéril.
Pero hubo
de todo: Andrés Duque, de menos años y renombre que la documentalista,
señala el centro de su documental (y de su personaje) desde un comienzo. En
Iván Z, documental-entrevista-bioanálisis del cineasta vasco
Iván Zulueta, nunca se pierde lo que se busca: este hombre añora la heroína,
añora el cine pero dejó de filmar, se recluyó en su casa materna, habla de
un futuro quiebre. ¿Por qué? Duque nunca encuentra respuestas, pero su
búsqueda le da sentido y organicidad a su película.
Primera persona
Nada como la primera
persona. Ni para el realizador (para el que todo es una explícita confesión
y –en los mejores casos– un grito), ni para el espectador, al que en estos
casos la facticidad del objeto documentado se impone con particular peso: se
trata de documentales en los que el realizador, el camarógrafo, el
entrevistador está involucrado directa y visceralmente con el tema en
cuestión. Ahí estuvo Stroke, con Katarina Peters filmando la embolia
cerebral de su esposo, la incertidumbre del momento presente, el largo
período de recuperación, las dudas del durante y el después. O la tormentosa
autobiografía de Jonathan Caouette, que narra su sufrimiento en primera
persona a través de cuantioso –y heterogéneo– material de archivo:
Tarnation, producida con la contribución de Gus Van Sant. También
Searching For The Wrong Eyed Jesus, en la que Andrew Douglas expone,
road-movie religiosa y música country mediante, su propia búsqueda
espiritual.
Y acá
aparece lo del principio: tanto Peters como Caouette golpean por la crudeza
de sus relatos pero no comunican más que la anécdota de sus pesares (que son
muchos y desgarradores): la primera se mantiene siempre en el realismo del
cronista de guerra, de la dolorosa experiencia en-el-lugar-de-los-hechos; el
segundo se apoya demasiado en el repaso lineal, minucioso y anecdótico de su
vida; su relato sólo respira (y mucho) hacia el final, cuando vemos en carne
a las personas ante la cámara, hablándole, debatiendo(se), siendo en su
ambigüedad. Sus propuestas (más allá de la diversidad y velocidad del
material y a pesar de su vértigo) se aferran principalmente al contenido
unívoco, al dolor de sus historias; tienen el valor del "relato
enriquecedor". Me dejaron afuera.
Cosa
diferente me ocurrió con Douglas y sus cuestionamientos. Está claro que su
película no se acerca a lo visceral ni a lo personal de los otros dos films:
se trata de una primera persona involucrada en la documentación, sí, pero a
través de diversos interlocutores que alejan la indagación y dan espesor al
relato. Su búsqueda –sus preguntas tácitas– late en las respuestas de los
músicos, evangelistas y mineros que encuentra en el sur profundo de los
Estados Unidos; es la matriz del yo a través del vos, del
ellos. Los relatos se suman, se restan, se multiplican en una
espiritualidad común, apenas tangible a través de la música. La relativa
distancia de Douglas le permite una aproximación múltiple que incluye al
espectador, lo introduce en la realidad documentada, logra –como Loznitsa,
como las dudas de Oliver Stone, como esos momentos finales de
Tarnation– mezclarlo en la facticidad. Douglas presenta lo indefinido,
lo dinámico de la misma mediante su propia indagación.
Se mencionó
el prólogo en primera persona que introduce Resisting Paradise;
expuse mi interés por tales inclusiones autorales: creo en el documental en
el que se pone el propio cuerpo. Probablemente eso –entre otras cosas–
explique mi emoción a lo largo de la hora y veinte de Searching For The
Wrong Eyed Jesus. Su fuerza yace no sólo en sus elecciones estéticas –la
cámara, la música, la utilización del sonido, los personajes– sino
fundamentalmente en que Douglas logra plasmarse en su película. Acá
contenido y forma patean para el mismo lado: la búsqueda que introduce en el
prólogo y nunca abandona se traduce en forma; la forma del viaje, del
descubrimiento: los paneos y travellings que presentan cada nuevo destino
tienen la cadencia de esa búsqueda; se asoman a los músicos que encuentran,
exploran los terrenos que viajan. El director hace avanzar su relato de la
mano de la música que lo impulsó al viaje, a la pregunta; arma su película
en la forma de una gran interrogación que se basa en la convivencia de lo
diferente; la termina con un Jesus de porcelana en el medio de alguna ruta.
No parece encontrar muchas respuestas. O sí.
Quizá no se
trate de la mejor película del festival (quizás sí), pero el final de
Searching For The Wrong Eyed Jesus fue la gran grieta de mi festival. Un
año de estos me doy unas vueltas por el sur de los Estados Unidos, a ver si
encuentro eso que Andrew Douglas parece querer mostrarme.
Tomás Binder