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20º Festival Internacional de Cine de Mar del Plata
Sección:
Ventana Documental


Grietas y algo más


Documentar lo real. Premisa común al cine de ficción y al cine documental; uno con actores que interpretan personajes, otro con personajes que se limitan a ser y exponerse en su ir siendo. Lo real, dirán los más exquisitos, es –en realidad– "lo real", pero prefiero obviar la suspensión de las comillas y darle a la realidad el status que se merece: algo es real en tanto alguien lo construye de tal o cual manera, "ficcional" o "documental". Y la cuestión no es librar a la ficción de la supuesta cruz de ser ficcional, sino al documental de la pesada cruz de Retratar-Lo-Real. Claro está: la realidad que vemos en la peatonal San Martín no es la misma (ni del mismo tipo) que la que lucubra un guionista en algunas hojas. Las dos se construyen, sí, pero sólo una cuenta con el misterioso peso que le confiere el hecho de estar ahí. El "documental" (a diferencia del "cine de ficción") lidia con ese peso, con la impronta de retratar lo que existe más allá del cine y de quienes lo traman. Y no es poca cosa.

Vamos al punto: vi muchos documentales en esta entrega del Festival de Mar del Plata, y no es lo mismo ver una ficción de enfermos oncológicos y familias desesperadas que ver una serie de imágenes que retratan con cercanía minuciosa los últimos días (y, ay, segundos) de cinco enfermos de cáncer. No, no es lo mismo. Menos que menos para el espectador, que se enfrenta –más que nadie con ese peso de lo real que sigue-ahí-afuera. La cuestión del qué y el cómo se embarra más cuando el qué tiene ese plus óntico, cuando en muchos casos la sordidez o la crudeza del objeto retratado o el interés que puedan despertar los temas tratados facilitan la pereza formal y la ausencia de propuestas por parte del realizador de turno. Es el deber de un documentalista cuestionar, afirmar, dudar del contenido actual a través de la forma (nosotros con él). Es mi deber, por otra parte, esforzarme en eludir tal plus óntico, mirar a los documentales cual si fueran ficciones ¿por qué no?, mirar al  documento más que a lo documentado.

Tercera persona
Ahora sí: documentales, los hubo para paladares diversos. Con y sin intervención in situ del realizador, con y sin entrevistas, con y sin búsquedas estilizadas, políticos, conceptuales, espirituales, en primera, en segunda, en tercera persona. Empiezo entonces mi recorrida por este embrollo documental con aquellos que más se emparentan con la tercera persona, aquellos acercamientos en los que se mira de lejos, se observa sin involucrarse

Cuatro de las mejores películas que vi en mi estadía en Mar del Plata comparten un autor: se trata de los cuatro mediometrajes del documentalista bielorruso Sergei Loznitsa, incluidos en la sección Ventana Documental. En todos los casos se exponen realidades a la distancia, se respeta lo que se observa, se lo deja respirar en pantalla; en cada uno el realizador parece decirnos "ahí están ellos, mírenlos" (sus títulos –Paisaje, Retrato– son esclarecedores). Sean pasajeros en trance en Train Stop, la vida de hombres y máquinas en Factory o las texturas de un puñado de trabajadores rurales en Portrait, Loznitsa se mantiene fiel a su apuesta: no hay personajes, no hay diálogos, no se generan tensiones, no hay narración; en fin, no pasa nada. ¿O sí? Planos fijos (muchos), pocos movimientos –Landscape es la excepción con sus cadenciosos e interminables travellings–; el amigo bielorruso parece devolver al cine a sus comienzos. Sus planos remiten a los de Lumière, a la naturaleza primera del registro fílmico: acá enfrente hay algo, mirémoslo (lo humano es paisaje y el paisaje es humano). En este silencioso dejar-ser a lo que documenta, el documentalista lo respeta en su ambigüedad inherente, deja que surjan las grietas desde donde el espectador puede ingresar y cuestionar la materia.

Pienso que quizá se trate de eso: necesito –como espectador de un documento– ver las grietas, encontrar por dónde mezclarme con esa realidad, ya sea a través de la pertenencia o de la pregunta. ¿Por qué falla entonces (o por qué me falló a mi) Dying At Grace?, en el que Allan King sigue la gradual muerte de cinco pacientes oncológicos (premisa que me atrajo y desilusionó más que cualquier otra). Acá hay también documentación directa y un realismo que por momentos supera al del bielorruso, pero King parece apoyarse demasiado en la agonía de sus protagonistas sin limitarse tampoco a mostrarlos cual Fábrica de Loznitsa: no hay distancia de observación pero tampoco una intimidad lograda (que hay momentos, los hay; pero son anecdóticos). King se mantiene en el contenidismo y cree en el impacto ontológico de la muerte: no se equivoca. Yo, por lo pronto, no encontré grietas (esas que surgen de la vida de los planos) para asomarme; sí, en cambio, una bajada de línea de un trascendentalismo religioso que no me interesa (y apenas pude soportar a la enfermera que empujaba a los enfermos a creer en su Dios). Quizás esta impronta (que tampoco rige el relato) torne aun más hermético al documento.

También en tercera persona, pero bien alejado de este hermetismo, me encontré con In The Dark, del kazajo Sergei Dvortsevoy. Las imágenes se limitan a mostrar tres o cuatro anécdotas de un viejo ciego moscovita: el relato está lleno de humanidad, su interés yace en que el letargo de la observación abre resonancias y nunca encuentra la clausura que tampoco busca. Me aburrió en su momento, pero eso es lo que a veces ocurre cuando la crudeza no sólo es de contenido sino que se traduce en la forma.

Segunda persona
A las cualidades corrosivas de la pregunta las conoce todo el mundo, con lo que decir que la entrevista constituye uno de los métodos privilegiados para desparramar la materia es casi redundante. Lo digo de todas maneras: la segunda persona de la entrevista trae consigo al cuestionamiento en acto, tiene toda la potencia para generar las grietas por donde mirar lo documentado; por ser tan efectivo y por ser el recurso no cinematográfico utilizado por excelencia en el cine documental (tan útil para el contenidismo perezoso), vale la pena darle un par de vueltas al asunto de la entrevista en las películas vistas en Mar del Plata. De las que se me cruzaron, son cuatro las que se apoyaban primordialmente en la entrevista. No del mismo modo, claro: a asuntos diferentes, formas diferentes (y no siempre el mismo interés de mi parte).

Barbara Hammer parece ser toda una personalidad en el mundillo documental, lo dijo el programador de la sección en cada una de sus presentaciones y parecían pensarlo muchos de los concurrentes a las proyecciones de sus films. Yo la conocí por esos días y no me impactó demasiado: tanto Resisting Paradise como Devotion (debo admitirlo: dormité algunos minutos), dos de sus largos que se apoyan en sus preguntas, parecen no explotar con suficiencia la premisa de la que parten. El primero debate acerca del compromiso político (o la falta del mismo) de algunos artistas con la resistencia francesa en los tiempos del nazismo. La directora se introduce en la duda de partida (arte ¿y/o? política) con un prólogo en primera persona que disparó un interés que se quedó en promesas: el arte –las cartas de Matisse a Bonnard– y la política –la resistencia de la población de Cassis– parecen seguir casi siempre (algunas preguntas de Hammer y algunas cartas son la excepción) caminos paralelos que no chocan significativamente. Las dudas de la realizadora no llegan a volcarse ni en las respuestas a sus tácitas preguntas ni en la forma del documental. Lo lamenté. Devotion cuenta con frialdad (buscada, supongo) la polémica historia de una "secta" cinematográfica en los '70 japoneses: documentalistas, políticos, comunitarios, jerárquicos, los miembros de Ogawa Productions pocas veces se ven provocados por las preguntas (nuevamente ausentes) de Hammer. Sus respuestas son igual de tibias. En este caso el plus óntico parece desaprovecharse.

¿Cómo encarar la entrevista? En lo personal prefiero la respetuosa agresividad de Oliver Stone ante la escurridiza retórica de Fidel Castro. La coyuntura, es verdad, es diferente: Castro está vivo y habla, Ogawa no; y pocas controversias tan frescas como las ejecuciones cubanas de 2003. Pero hay tanta polémica allí como en las estructuras y medios del colectivo Ogawa Productions, tanta potencialidad en las preguntas (y en sus respuestas); Stone explota su materia en Looking For Fidel, sus preguntas y puntos de vista mantienen latente la turbiedad del asunto (sus grietas) sin apichonarse ante la figura del comandante. No diría lo mismo de Devotion: al film de Hammer (a diferencia de Resisting...) parecería –incluso– faltarle una premisa, algo que buscar en sus preguntas o (no hay por qué saber qué se busca) haber individualizado un hallazgo a posteriori. Algo parecido parece ocurrirle a la directora en History Lessons, en la que el abundante material de archivo de la historia del lesbianismo me dejó el gusto de lo estéril.

Pero hubo de todo: Andrés Duque, de menos años y renombre que la documentalista, señala el centro de su documental (y de su personaje) desde un comienzo. En Iván Z, documental-entrevista-bioanálisis del cineasta vasco Iván Zulueta, nunca se pierde lo que se busca: este hombre añora la heroína, añora el cine pero dejó de filmar, se recluyó en su casa materna, habla de un futuro quiebre. ¿Por qué? Duque nunca encuentra respuestas, pero su búsqueda le da sentido y organicidad a su película.

Primera persona
Nada como la primera persona. Ni para el realizador (para el que todo es una explícita confesión y –en los mejores casos– un grito), ni para el espectador, al que en estos casos la facticidad del objeto documentado se impone con particular peso: se trata de documentales en los que el realizador, el camarógrafo, el entrevistador está involucrado directa y visceralmente con el tema en cuestión. Ahí estuvo Stroke, con Katarina Peters filmando la embolia cerebral de su esposo, la incertidumbre del momento presente, el largo período de recuperación, las dudas del durante y el después. O la tormentosa autobiografía de Jonathan Caouette, que narra su sufrimiento en primera persona a través de cuantioso –y heterogéneo– material de archivo: Tarnation, producida con la contribución de Gus Van Sant. También Searching For The Wrong Eyed Jesus, en la que Andrew Douglas expone, road-movie religiosa y música country mediante, su propia búsqueda espiritual.

Y acá aparece lo del principio: tanto Peters como Caouette golpean por la crudeza de sus relatos pero no comunican más que la anécdota de sus pesares (que son muchos y desgarradores): la primera se mantiene siempre en el realismo del cronista de guerra, de la dolorosa experiencia en-el-lugar-de-los-hechos; el segundo se apoya demasiado en el repaso lineal, minucioso y anecdótico de su vida; su relato sólo respira (y mucho) hacia el final, cuando vemos en carne a las personas ante la cámara, hablándole, debatiendo(se), siendo en su ambigüedad. Sus propuestas (más allá de la diversidad y velocidad del material y a pesar de su vértigo) se aferran principalmente al contenido unívoco, al dolor de sus historias; tienen el valor del "relato enriquecedor". Me dejaron afuera.

Cosa diferente me ocurrió con Douglas y sus cuestionamientos. Está claro que su película no se acerca a lo visceral ni a lo personal de los otros dos films: se trata de una primera persona involucrada en la documentación, sí, pero a través de diversos interlocutores que alejan la indagación y dan espesor al relato. Su búsqueda –sus preguntas tácitas– late en las respuestas de los músicos, evangelistas y mineros que encuentra en el sur profundo de los Estados Unidos; es la matriz del yo a través del vos, del ellos. Los relatos se suman, se restan, se multiplican en una espiritualidad común, apenas tangible a través de la música. La relativa distancia de Douglas le permite una aproximación múltiple que incluye al espectador, lo introduce en la realidad documentada, logra –como Loznitsa, como las dudas de Oliver Stone, como esos momentos finales de Tarnation– mezclarlo en la facticidad. Douglas presenta lo indefinido, lo dinámico de la misma mediante su propia indagación.

Se mencionó el prólogo en primera persona que introduce Resisting Paradise; expuse mi interés por tales inclusiones autorales: creo en el documental en el que se pone el propio cuerpo. Probablemente eso –entre otras cosas– explique mi emoción a lo largo de la hora y veinte de Searching For The Wrong Eyed Jesus. Su fuerza yace no sólo en sus elecciones estéticas –la cámara, la música, la utilización del sonido, los personajes– sino fundamentalmente en que Douglas logra plasmarse en su película. Acá contenido y forma patean para el mismo lado: la búsqueda que introduce en el prólogo y nunca abandona se traduce en forma; la forma del viaje, del descubrimiento: los paneos y travellings que presentan cada nuevo destino tienen la cadencia de esa búsqueda; se asoman a los músicos que encuentran, exploran los terrenos que viajan. El director hace avanzar su relato de la mano de la música que lo impulsó al viaje, a la pregunta; arma su película en la forma de una gran interrogación que se basa en la convivencia de lo diferente; la termina con un Jesus de porcelana en el medio de alguna ruta. No parece encontrar muchas respuestas. O sí.

Quizá no se trate de la mejor película del festival (quizás sí), pero el final de Searching For The Wrong Eyed Jesus fue la gran grieta de mi festival. Un año de estos me doy unas vueltas por el sur de los Estados Unidos, a ver si encuentro eso que Andrew Douglas parece querer mostrarme.

Tomás Binder      

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