Hay
películas que plantean al espectador el desafío de lidiar con su propia
desconfianza. En el caso de Más allá de la vida, desconfianza ante un
guión que parece apostar al espiritualismo new age, a la lágrima
fácil, al relato coral a la moda, a la fotografía turística de Paris y de
Londres, etc. Pero tratándose de un autor como Clint Eastwood, la
desconfianza debería apuntar contra la primera y apresurada reacción que
podríamos llegar a tener como espectadores acostumbrados a las convenciones
del cine estadounidense. Es de nuestra propia mirada de lo que tenemos que
desconfiar si creemos que Eastwood nos está ofreciendo apenas una cáscara
vacía. Más allá de la vida nos obliga pues a confrontar nuestros
propios clisés de espectadores exigentes.
La muerte,
en sus variadas representaciones (la pérdida, la ausencia, el deceso, aun la
vejez), ha conformado junto a la violencia una parte fundamental de la obra
de Eastwood. Con el correr de los años, con la cercanía de su propia
posibilidad de desaparición, el cineasta se ha mostrado cada vez más
preocupado por el tema y lo ha abordado con mayor centralidad y oscuridad.
Esto trajo como consecuencia algunos altibajos en sus últimas películas, que
acusan excesiva gravedad y trazos algo gruesos. No debe sorprender que junto
a su trilogía más melodramática (Río místico, Million Dollar Baby,
El sustituto) también haya aparecido otro tríptico de revisionismo
histórico (La conquista del honor, Cartas desde Iwo Jima,
Invictus). El subtexto se
apoderó
del texto. Todo lo que siempre tuvo de político y filosófico la lujosa
filmografía de Eastwood, antes hábilmente enmascarado por los géneros y las
convenciones clásicas, se vio empujado violentamente al frente y produjo sus
films más "serios" y "comprometidos". Más allá de la maestría narrativa
ostentada en buena parte de estos
films, algo se había perdido. La excepción a la regla fue Gran Torino.
Como Los imperdonables, es una obra maestra que sintetiza su proceso
de autoconciencia. De El bueno, el malo y el feo a Los
imperdonables, de Harry el sucio a Gran Torino, del
Eastwood actor al Eastwood director,
se puede ver la evolución de un autor, su aprendizaje y su legado sobre los
géneros populares y el cine, en un recorrido analítico que dialoga
permanentemente con sus inicios como estrella del western y del policial.
En Más allá de la vida, Clint vuelve a la narración reposada y
melancólica de Los puentes de Madison –ahí está la reaparición de su
leit motiv musical para confirmarlo–, y también al milagroso trabajo
de orfebrería que consiste en tomar una historia en principio carente de
interés y predispuesta para el golpe bajo y la demagogia, y transformarla en
valiosa materia
cinematográfica.
No es esta una de sus mejores películas, pero sí un regreso a un estilo de
cine del que Eastwood
supo ser, y
es,
uno de los últimos exponentes.
Como en (la abominable) Babel de Alejandro González Iñarritu, Más
allá de la vida narra las distintas experiencias de tres personajes
anclados en distintos puntos del planeta con algunos denominadores comunes;
principalmente, el de tener reveladores encuentros cercanos con la muerte:
una periodista francesa que virtualmente resucita cuando todos los
esfuerzos para salvarle la vida tras un accidente parecían vanos (Cécile de
France); un niño inglés que acaba de perder a su hermanito gemelo (Frankie
McLaren); un psíquico que puede conectarse con los muertos al
estrechar la mano de sus allegados (Matt Damon), pero que se gana la vida
como obrero porque considera que su don es una maldición. Y como todo
gran héroe, deberá aprender a sobrellevar las consecuencias de sus
capacidades especiales. Los recorridos personales de cada uno de estos
personajes los llevarán a cruzarse en un momento trascendente de sus vidas;
en el destino final de sus propias búsquedas espirituales. El engañoso
título (que en su
versión original es Hereafter) esconde la
inversión de su significado
aparente.
Lo importante no radica en lo que
está
más allá de la vida, sino en cómo ordenar y conducir el resto de la vida que
aún persiste en mantenernos sobre este mundo (Here:
aquí; after: después).
La cita de
Babel sirve para descubrir la manera en que Eastwood confronta al
cine actual y discute con él. Más allá de la vida incluye una escena
de cine catástrofe que es
toda
una lección en
su magistral economía de recursos. Hay también la recreación de un fortísimo
acontecimiento político que se resuelve prácticamente fuera de pantalla, en
una secuencia en la que combina con sabiduría los conceptos que Hitchcock
supo definir como el suspenso y la sorpresa (una gorra y un
estallido son los únicos elementos esenciales que necesita). La distancia
con la que maneja cada escena emotiva es también digna de destacar, y hace
que nos sorprenda la ausencia de sentimentalismo en un film lleno de
lágrimas. Algo así sólo puede lograrse en base a un cuidado trabajo de
dirección de actores y una puesta en escena ajustada al milímetro.
La extrañeza que resulta de la visión de Más allá de la vida podría
asociarse a la que produce Avatar, de James Cameron. Ambas parten de
una materia prima en principio despreciable: clisés, convenciones,
redundancias y repeticiones. Historias que parecerían ir en busca de
personas que se enfrentan a una pantalla de cine por primera vez... pero no
necesariamente por no haber visto cine, sino tal vez –reflexión pesimista
sobre el estado de las cosas mediante– por haber sido víctimas de los
efectos amnésicos de la cultura actual. Y podremos percibir que en ambos
films se nos está contando mucho más; que el uso o el abuso de situaciones y
personajes mil veces vistos ayuda, al fin y al cabo, a que nuestra mirada se
deposite en los aspectos más sutiles y encubiertos de la narración. Tanto
Cameron como Eastwood exponen con maestría la gran paradoja del arte del
cine, esto es: lograr que el más refinado tratamiento estético se componga
de los ingredientes más populares. Arte y entretenimiento encuentran su
mezcla perfecta, de modo que la diferencia es apenas perceptible.
Ramiro Villani
|