¿Un festival de cine
es un termómetro? Si lo es, ¿de qué? Y en dicho caso: ¿cuál sería el
termómetro de un festival?
Algunos datos. Soy periodista y crítico de cine, mantengo un sitio web
dedicado a la crítica cinematográfica. Un sitio muy leído y bastante
renombrado. El festival me acredita, concediéndome una credencial de prensa
(así como lo hace con media docena de críticos que me acompañan en este medio, y
con tantas otras personas de otros medios). Acaso narcotizado por los vahos
de recuerdos vagos de añejas coberturas de un festival con el nombre de
éste, imaginé que, como antaño, el evento, al acreditarme como periodista y
crítico, me estaba franqueando el paso a las proyecciones que, con el obvio
objeto de cubrirlo (apreciarlo y darle curso periodístico a mis
observaciones), decidiese contemplar. Creía que acreditar a un crítico de
cine, en un festival de cine, equivalía esencialmente a eso –y quizá sólo
a eso–: a otorgarle crédito para ver el cine que ese festival elige y
muestra. Pobre de mí.
El Festival no ha sido poco amable con nosotros. Ciertas personas más o
menos importantes del Festival, incluso, nos han tratado bien. Y el Festival
ha sido generoso en cuanto a hotel (eso en mi caso), transporte y fiestas.
Pero sólo dispuso dos proyecciones de prensa por día. Dos proyecciones de
sendos títulos correspondientes a la Sección Oficial... de un evento
que consta de una quincena de secciones y agrupa, programa y anuncia más de 240 títulos.
Nosotros en cuanto amantes del cine queríamos, y en cuanto periodistas y
críticos necesitábamos, ver muchas de esas otras
películas, de esas otras caras del evento para las que el evento, que nos
había acreditado... no nos había acreditado en realidad.
Ahora que lo escribo y leo, me parece tan grosero que también se me ocurre
que por eso, por haber pensado eso, o sentido eso (que es muy grosero
acreditar tan truchamente a la prensa), algún tomador de
decisiones decidió atenuar, o disfrazar al menos, semejante
desacreditación. El Festival habilitó el siguiente mecanismo: todo
periodista acreditado debía apersonarse en un mostrador de la Oficina de
Prensa para completar, con 24 horas de anticipación, un formulario con las
señas (título, sala, horario) de las películas que deseaba ver al día
siguiente. Y al día siguiente debía pasar a retirar… ¡la pesca! Sí, la
pesca, porque el Festival no garantizaba –antes bien: expresamente
des-garantizaba a viva voz– la entrega de cualquier entrada. Tenías que ir a
ver si te habían tocado algunas, pocas o ninguna de las entradas que habías
pedido el día anterior. Resultó que al tercer día, es decir luego del
segundo intento, casi nadie había conseguido nada. Sí, es cierto: en una
ocasión los que fueron a las 9 de la mañana, apenas abría el mostrador, algo
pescaron. Pero fueron pocos, y tuvieron suerte: ¡nadie había hablado de
horarios! ¡Quién podía suponer que era cuestión de madrugar! O que los
colegas exitosos serían aquellos que, deliberadamente o por azar, madrugasen
a sus pares.
Por supuesto que hubo otra estretegia disponible, la “apta para todo
público”: hacer la cola, como cualquier hijo de vecina, en los puntos
de venta para adquirir los tickets a cuatro pesos la función. Y por supuesto
que esto es lo que casi todos terminamos intentando hacer. Pero las colas
eran larguísimas, y los títulos cuyos directores y/o temas suscitaban mayor
interés casi nunca estaban disponibles cuando los hombres de prensa
llegaban a la ventanilla. En esas ocasiones se acababa optando por lo que
hubiera, algunas veces –más de un crítico– dejándose orientar de urgencia
por el joven boletero que, a modo de empleado o propietario de
videoclub, describía apretadamente qué era lo bueno, o menos malo, de lo que
quedaba (me consta, como también me consta que estos chicos aconsejaron mejor
que muchos colegas). De este modo el Festival hizo –¿habría que decir
logró?–
que muchos periodistas terminasen viendo cualquier verdura. Que
en las páginas que siguen ustedes puedan encontrar miradas sobre la mayor
parte de los títulos que nos proponíamos cubrir no desmiente este hecho;
sólo confirma que los redactores de CINEISMO además de ser trabajadores
aguerridos pueden ser de dormir poco, de levantarse temprano y de aguantarse
largas colas cuando no hay otra cosa.
Todo tendrá que ver con todo. Hace algún tiempo, mucho después de su
estreno, a contrapelo de todos mis recelos (por no decir prejuicios), que
eran diversos y muy intensos, alquilé Iluminados por el fuego en DVD.
La alquilé porque “la tenía que ver”, o sentía eso, no me pregunten por qué.
No pude resistirla, eso que quise, más allá de sus primeros veinte minutos.
En la ceremonia oficial de apertura del Festival, el titular del INCAA habló
de la madurez del evento y la asoció con la madurez del cine argentino. Y a
la madurez del cine argentino la asoció con la película cuyos primeros
veinte minutos (dura 100) pudieron conmigo sin vuelta de hoja. Yo no lo
hubiera escuchado, no por nada en especial sino porque había decidido
saltearme la ceremonia de apertura para aterrizar en el Auditorium a las
21.30, hora anunciada para la proyección inaugural: The Wild Blue
Yonder, de Werner Herzog. A las 21.30 estaba Catalina Dlugi
interceptando estrellas en el hall. Lo surqué raudo, como quien no quiere la
cosa, ingresé en la sala y me puse cómodo, pero sobre todo me posé ingenuo,
en una de las escasísimas butacas libres. Soñé que la apertura, anunciada
para las 19 hs., ya había quedado atrás y que en cuestión de minutos
empezaría la peli. Para qué. La ceremonia oficial de apertura recién estaba
por arrancar. Y me la comí completa. A ver: tipo Oscar, con la diferencia,
que Susan Sarandon notó e hizo notar, de que nadie limitaba la extensión ni
censuraba el contenido de los discursos de los actores que subían al
estrado. (Lo que nadie hizo notar es que, a diferencia de las ceremonias
yanquis, durante las cuales algunos artistas tienden a despotricar contra su
propio presidente, acá nadie tiende, por lo menos todavía, a criticar al
presidente propio... sino también al de ellos). Yo también creía que las
listas de oradores interminables eran patrimonio exclusivo de ciertos actos
de la izquierda. Craso error.
Juliette Binoche estuvo linda: que ojalá pudiera viajar al Norte y Sur de la
Argentina, dijo, porque para conocer un país hay que visitar sus zonas frías
y calientes, no las tibias. Eso dijo. Lo demás fue mayormente tibio.
Incluyendo a Estela de Carlotto y a todas las fabricaciones que produjo
–también en Mar del Plata–
el establishment para conmemorar el 30º aniversario del 24 de marzo
vampirizando, exprimiendo, bastardeando (estrangulando) los derechos
humanos. Cecilia Roth y Adrián Suar oficiaron de maestros de ceremonias.
Algunos oradores, como el presidente del INCAA, saludaron y discursearon dos
veces, porque a la primera no la había capturado a tiempo cierta cámara de
Canal 13 (que monopolizó la transmisión).
Hora y media después, la conclusión del ritual desató un fenómeno que mi
palmaria inocencia tampoco había previsto: la fuga en masa de invitados
especiales. Casi de golpe se apagaron las luces, y los pocos más interesados
en el cine que en las ceremonias nos quedamos a solas con Herzog. Para
nosotros, recién entonces comenzaba el Festival.
Que resultó mucho más pobre que el del año pasado. Pero esa ya es otra
cuestión, y florece de las notas que a continuación les ofrecemos. Con
ustedes.
Guillermo
Ravaschino
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