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21º Festival Internacional de Cine de Mar
del Plata
Sección: Punto de Vista |
Caché
(Escondido.
Francia-Austria-Alemania-Italia, 2005. Dirigida por Michael Haneke). Los
festivales también sirven, afortunadamente, para ver excelentes películas
como esta última de Haneke, a quien pocas veces vemos en la lista de los
estrenos comerciales en Argentina. Caché fue una de las mejores
películas de este festival. Feroz e irritativo crítico de la sociedad
europea contemporánea, Haneke comparte con su compatriota escritora Elfriede
Jelinek la crudeza y la falta de compasión hacia los emergentes de un
sistema que consideran enfermo sin cura, aunque sus encarnizadas críticas
nunca caen en el maniqueísmo.Hace
años que este director alemán filma en Francia. Daniel Auteuil y Juliette
Binoche componen una pareja de intelectuales –él presentador de un programa
literario en TV, ella editora de libros– que ven alterada su tranquila vida
burguesa al recibir unos videos de origen anónimo, que demuestran que están
siendo vigilados por alguien que conoce secretos del pasado de ambos.
Posteriormente, la llegada de unos dibujos ominosos convierte la situación
en una amenaza. Se desata entonces una paranoia que desespera a los
protagonistas –y al espectador– en un thriller que vira hacia el
planteo político y social. La situación límite pone al desnudo la mala
conciencia de la sociedad francesa hacia los inmigrantes sobre los que ha
aplicado los mecanismos del poder, en este caso un argelino a quien el
protagonista ha maltratado abusivamente en su infancia, borrando ese
recuerdo de su conciencia. En otra ocasión, un encuentro casual pone en
evidencia toda la agresividad del protagonista hacia los extranjeros. El
caso particular funciona como una parábola ética sobre el temor de la
Francia conservadora hacia un sector que ha quedado postergado, el temor a
una violencia que la misma sociedad ha gestado y sigue alimentando, aunque
prefiera no reconocerlo, ni recordarlo, ni hablar de su propia culpa.
Es muy
claro el contraste entre la vida satisfecha y organizada de esa familia
(Haneke ironiza sobre el consumo de cultura, con las paredes del comedor
cubiertas de libros uniformemente alineados, y videos inofensivos en otros
estantes) y la desarticulación –de ese orden– que empiezan a sentir. La
intrusión agresiva pone también en descubierto la fragilidad y los
desencuentros de esa familia: la desconfianza entre la pareja, la mentira y
la traición, y el progresivo alejamiento del hijo adolescente, encerrado en
un rencoroso mutismo.
El film
propone la falta de certidumbres, en los diversos planos. Esta se trasluce
en el estilo de Haneke, íntimamente implicado con la trama: sus habituales
planos largos fijos para cada escena reproducen el estilo de la cámara
sorpresa que espía a los protagonistas, de manera que el espectador nunca
sabe con certeza si lo que está viendo no está siendo filmado, en la
realidad de la ficción, por esa misma cámara; si es un film dentro
del film, o no lo es. Pocas veces el espectador puede tener semejante
evidencia de su condición de voyeur. Debo referirme al plano final, pues
pone en evidencia la resistencia de Haneke a dar respuestas; muy por el
contrario, y lejos de hacer concesiones, plantea interrogantes sobre el
lugar de la víctima y del victimario. Josefina Sartora
El corazón es un pedazo de carne
(Eslovenia, 2003. Dirigida por Jan Cvitkovic) y De fosa en fosa
(Eslovenia-Croacia, 2005. Dirigida por Jan Cvitkovic).
Estos
dos films se ofrecieron en tándem y pertenecen al mismo director, el
esloveno Jan Cvitkovic. El primero es un corto sobre dos personajes y el
encuentro que nunca será (un hombre excedido de peso y una joven deportista
se ven en un colectivo y algo así como el amor a primera vista surge, pero
algo los separará y el the end no será el típico de los amores del
cine). De fosa en fosa es un largo que narra la historia de un joven
que trabaja dando discursos de despedida a los muertos en la ceremonia del
entierro. Pero –¡así se llama!– integra una familia poco común (un padre
viudo y suicida que encontrará el amor inesperadamente, una hermana con
cierto retraso mental, otra que parece normal con un hijo y un marido),
tiene un amigo mecánico un tanto especial, le gusta una chica que está en
pareja y atesora dolorosos secretos. Todo el pueblo, en fin, parece poseer
cualidades extrañas.
Ambos films tienen en común un manejo del humor con un nivel de
absurdo interesante y poco utilizado que consigue que la comedia vaya
abriéndose camino en la construcción de los personajes hasta lograr en el
espectador una empatía que permite que un tono menos feliz haga su aparición
con naturalidad, y sin golpes bajos, cuando todo se va desencadenando. El
problema es que lo que en el corto quedaba en tristeza y melancolía en el
largo se convierte en una cadena imparable de desgracias (violaciones,
muertes, asesinatos, venganzas) nada soportables, y que sinceramente
aquellos personajes que han compartido nuestro camino hasta allí poco se
merecen. Como si con ciertos toques de liviandad y risas no alcanzara para
decir algo importante, el director perpetra una suerte de elecciones
desatinadas, y confunde solemnidad con drama profundo y nos arroja en los
últimos minutos un cierre que se pretende esperanzador pero es falso, y
cuasi hollywoodense. Javier Luzi
Cuento de cine
(Geuk
Jang Jeon.
Francia-Corea del Sur, 2005. Dirigida por Sang-Soo Hong). Sang-Soo Hong es
una de las figuras más interesantes –tal vez la más compleja– de una
generación de directores coreanos que nunca ha hecho concesión alguna al
cine comercial. Sus películas, de austero minimalismo, indagan en las
problemáticas de individuos intelectuales, con un distanciamiento y un
despojo que impiden la identificación con sus personajes, quienes deambulan
como los de la Nouvelle Vague, y sostiene narraciones que no se ajustan a la
linealidad, en las que son frecuentes las series y reiteraciones.
Su último film presenta una apariencia más simple que los anteriores: un
encuentro entre dos ex condiscípulos que sienten renacer el amor entre ellos
y, después de mucho alcohol y un frustrado encuentro sexual, deciden
suicidarse juntos. Todo comienza a complejizarse cuando el film se pliega
sobre sí mismo, y descubrimos que lo que veíamos era un film dentro del
film, que la actriz de la primera parte es personaje de la segunda, que el
personaje que ha visto el film en un cine siente que el autor, un ex
compañero de estudios, le ha robado un episodio de su vida. Se establece así
una estrecha relación entre lo que sucede en ambos mundos, el ficticio y el
real (claro que todo dentro del suceder cinematográfico). Planteos
posmodernos, pliegues que intercomunican ambas partes del film,
completándose la una en la otra, y que impelen a la reflexión sobre la
importancia y el poder del cine en la vida real. Este desdoblamiento del
film, la secuencia binaria, es característico de Hong, quien ya lo había
desarrollado en La virgen desnudada por sus pretendientes y en
Turning Gate, y exige una atenta participación del espectador. También
son propios de su cine los excesos –el alcohol, el cigarrillo– y el sexo
mecánico que practican los personajes.
Se siente en este film un acercamiento mayor de Hong a la emocionalidad,
incluso su cámara se aproxima para acompañar más íntimamente que antes a sus
criaturas. Estas viven un vínculo signado por el amour fou, el sexo y
la muerte, en el que Hong reitera la imposibilidad del amor, y la
insatisfacción que lleva a la crisis existencial. Josefina Sartora
Gourmet Club (Finlandia-Estados
Unidos, 2005. Dirigida por Juha Wuolijoki). Este telefilm finlandés contó
con el apoyo de los hermanos Coen. La historia se centra en un médico,
integrante de un grupo de profesionales exitosos y millonarios que se reúnen
con el simple motivo de ofrecerse una comida para apostar entonces a
adivinar de qué está hecha la misma. Cuando un arribista intente acceder a
semejante membresía merced al poder monetario que ejerce sobre el
protagonista, y éste halle un elemento impensable como ingrediente
alimentario, ciertas diferencias saltarán a la vista y expondrán los límites
éticos de cada uno, además de brindarles a todos los comensales un placer,
digamos, extra. Gourmet Club es una comedia con toques de humor negro
que aprovecha ciertos apuntes y estética del film noir para incorporar
suspenso e intriga muy inteligentemente (el texto del cual el guión es
adaptación transcurría entre los ‘40 y los ‘50 en USA, y ha sido trasladado
a una Escandinavia contemporánea). Además, la banda sonora incide de tal
modo que marca indefectiblemente el timing de la narración. Buenas
actuaciones y cierta originalidad del guión se ven un tanto opacadas por una
puesta en escena bastante televisiva.
Javier Luzi
Dark Horse
(I)
(Voksne
Mennesker. Dinamarca, 2005. Dirigida por Dagur Kári). Con un nivel de
absurdo que le sienta muy bien, esta película danesa desarrolla la historia
de un joven que vive para nada atado a las leyes, las regulaciones civiles y
sociales; no del todo, pero sí genialmente, inadaptado. La historia
incluye a un amigo que estudia para ser árbitro de fútbol y cultiva ciertas
ideas un tanto conservadoras, a la joven de la cual nuestro protagonista se
enamora –de iguales características que las suyas–, a la madre de ésta y la
abuela, y a un juez que aparece en determinado momento y con el que cruzan
sus destinos. La película desarrolla escenas de una comicidad bastante
atípica y recurre a diálogos que se sustentan en la ilogicidad más
pura, a una calculada búsqueda de repeticiones cruzadas (las bebidas con y
sin alcohol que se confunden, como ciertas situaciones), a una interesante
fotografía en blanco y negro y a una división en 10 capítulos que suma
agilidad y conexiones poco previsibles. El menú se completa con el abandono
de los nexos causales y la apuesta constante por un humor efectivo, que no
efectista. No todas son rosas: tras viraje lento hacia un tono más oscuro,
el film derrapa en un final en el que va perdiendo bastante de su fuerza
original, y que poco tiene que ver con el resto. Javier Luzi
Dark Horse
(II)
(Voksne
Mennesker. Dinamarca, 2005. Dirigida por Dagur Kári).
Sé lo que no quiero. Llegado el caso de
filmar un largometraje, Dark Horse es el tipo de película que más me
dolería hacer. O haber hecho. O sentir que esa película me representa en
tanto cineasta. Claro, como soy crítico de cine y no cineasta la cosa es
diferente y me compete anticiparme a tal sufrimiento –o militar para que no
se repita–, esgrimiendo los argumentos por los cuales Dark Horse
apesta. O no apesta, pero huele a torta prefabricada de muchos ingredientes,
con gusto a bodoque pseudo-industrial.
Hay películas cuyo
desarrollo narrativo y formal responde, o parece responder, a intuiciones o
desarrollos sinceros, a un pensamiento conjunto de la historia, los
personajes y las formas cinematográficas que van a plasmarlos. Léase: hay
películas en las que el encuadre, los lentes utilizados, la incidencia de la
música, los movimientos de los personajes y las duraciones de los planos
parecen haber sido concebidos irremediable y necesariamente para esos
personajes en esas escenas; esos factores o han estado en germen en el guión
escrito o –lo más probable–escapan a tal escritura y componen la
actualización de un sentimiento audio-rítmico-emocional-visual latente en
aquella voluntad cinematográfica inicial: ese personaje no actúa y siente
sino en ese tamaño de plano, con esa luz y después del plano que acaba de
precederlo. En la experiencia del espectador –en la mía– esas películas se
presentan sólidas, con una propuesta precisa más allá de lo que pueda o no
simpatizarle a un espectador con un determinado bagaje y subjetividad
estética.
Otras son las películas en las que las
formas cinematográficas no son necesarias sino contingentes: los personajes
de tales prácticas del cine no son personajes audiovisuales, las situaciones
que protagonizan son ajenas a cualquier expresión o estructura propiamente
cinematográfica. Esas narraciones son cine pero bien podrían ser otra cosa:
alguien ha tenido una idea (o algunas) en términos anecdóticos y de
contenido, vacíos de forma; en una segunda instancia alguien se ha dicho
“¡caramba, esas ideas podrían llevarse al cine!”, y lo ha hecho de alguna
manera más o menos honesta pero maquinalmente indiferente a las variables de
la puesta en escena.
Hay además otras,
en las que parecería subyacer un pensamiento cinematográfico: las
ideas no son sólo de contenido sino también formales (en paralelo, en otras
escenas o facetas del film). Hay ideas de cine, a veces, pero no pasan de un
manojo de ideas inconexas: primero las de contenido y luego las formales, o
a la inversa; y en algunos casos de las unas y en otros de las otras. Esas
ideas luego se articulan en una película que suele parecerse a un álbum de
figuritas infantil lleno con todo aquello que le parece simpático,
ingenioso, gracioso o emocionante al realizador de turno. De un pensamiento
de los personajes más allá de lo anecdótico o coyuntural, de un pensamiento
narrativo del film como todo orgánico, de una convicción formal para
aquellos contenidos, ni hablar. Dark Horse es un ejemplo de este
cine, nuevo ejemplar del automatismo independiente que
Temporada de patos
defendió en nuestra
cartelera a fines del año pasado.
Ocurre que a
Dark Horse le faltan sólo algunas figuritas del álbum de “requisitos
para una película apta para la era Tarantino/Kaufman/25 Watts” (y acá
no se juzgan los méritos de aquellos films). Y las evidencias forman
catarata:
1. La imagen.
Dark Horse está fotografiada en blanco y negro, lo que resulta un poco
artie pero de todas maneras no es impugnable mediante simplistas
linealidades de forma-contenido. Lo que sí parece gratuitamente artie
es el empinadísimo contraste que caracteriza a sus imágenes. Esteticismo
vacío, que le dicen: la fluyente –complaciente– narración, la básica
transparencia psicológica de los personajes y los nudos dramáticos del film
tienen poco que ver con un contraste que enrarece y recuerda al (hermoso)
corto de Juan Villegas Rutas y veredas (verlo para saber cuándo una
narración y un personaje explican una fotografía, y viceversa).
2. Los personajes.
El flaco: siempre sobrevuela el temor de que los personajes de Daniel
Hendler se parezcan demasiado a sí mismos y demasiado a aquel Walter de
Telefónica. Eso nunca pasó. Aunque quizás en Dinamarca hayan visto aquellas
publicidades o hayan visto 25 Watts y les haya salido el billete
trucho (o quizá no las hayan visto y el billete no sea copiado pero sí
–igual– trucho): las primeras imágenes muestran a Daniel –el protagonista–
teniendo una charla con alguna autoridad estatal sobre sus diversas deudas e
irresponsabilidades hacia el Estado. El núcleo del personaje es, desde el
comienzo, un registro de adolescente-autómata que genera la risa cómplice,
en algunos casos veladamente condenatoria (“¡este pibe no crece más!”,
habrán pensado muchos de los risueños) y en otros empática-celebratoria: en
el primer caso, paternalismo; en el segundo, narcisismo masturbatorio
proyectado (presente también en la escena lisérgica). La escena siguiente
propone una especie de slapstick pasado por agua –con reminiscencias
de “Mr. Bean”–; Daniel anda en auto, una y otra vez inadvertido de las leyes
de tránsito. Jolgorio general en la sala ante cada payasada de conducción.
Yo no entendí: siempre me pareció que el buen slapstick se centraba
en un personaje que se relacionaba de alguna manera (críticamente) con el
mundo o los objetos que lo rodeaban.
El gordo: como compinche de Daniel está
el-gordo-que-quiere-ser-árbitro-de-fútbol-y-como-es-gordo-no-puede-correr-y-suda-y-se-pone-como-loco-en-su-debut-arbitral.
Eso, para la escena en la que ese personaje “brilla” apoyándose en un humor
efectista y anecdótico (una situación imaginable en el proceso de escritura
del guión: “¡lo tengo! el tipo se toma el arbitraje en serio y esto resulta
gracioso en esta escena”). En este tipo de escenas se hace empírica
la idea de una película constituida por un manojo de ideas inarticuladas. La
madre de la novia, que quiere seducir a los jóvenes a toda costa, es otro
botón de muestra.
3. La historia.
Estoy convencido de que cualquier buen guión emana y deriva de personajes
pensados y sentidos desde una concepción entera de su humanidad (que no es
necesariamente el afán transparentista de una psicología lineal sino
más bien superficies que se apilan y acumulan escena tras escena). Resulta
que en Dark Horse los personajes se parecen demasiado a funciones
específicas con finalidades específicas para-el-espectador: se da lo que en
muchas películas que, al rehuir torpemente a la construcción paulatina de
los personajes, caen en una especie de autoritarismo funcional. Lo dicho
acerca de Daniel se aplica a los otros personajes de la película: desde un
comienzo se sentencia, cual pieza inamovible de un entramado, la función y
característica(s) monolítica(s) de cada cual. Aquello no se discute ni amaga
con mutar en el transcurso del film: personajes-fichas de ajedrez.; y fichas
de muy poca movilidad (el padre de Daniel, otro ejemplo contundente).
Ah, la
repentinísima aparición de la subtrama del juez que juzga a Daniel (tramas
cruzadas, como aquellas tan queridas por Amores perros y Cía.) hace
que su dramatismo impostado sea aun más gratuito. Personaje que busca el
contraste en paralelo pero, sin construcción alguna, sólo evidencia el
carácter de “compilado de cortos” que trasuda el film. El viaje catártico
del protagonista es síntoma de enfermedades similares.
4. Las formas.
Memento, Eterno resplandor..., Amores perros. Esas y otras
impusieron como moda aquello que papá Tarantino hace como ninguno de sus
fans: jugar con la linealidad cronológica de los relatos. Acá no se
juega tanto por ese lado (por suerte), pero hay dos procedimientos de esa
calaña que sorprenden por su falta de solidez en el marco del film: A. Que
la película esté dividida en capítulos parece índice de aquello del manojo
de ideas y no consecuencia del planeamiento orgánico de un relato
fragmentado (Pulp Fiction); los capítulos sólo etiquetan el contenido
por venir. B. Dos escenas (¿o eran planos?) de momentos dramáticos
aparecen misteriosamente loopeadas (repetidas entera o parcialmente):
la muerte de la abuela, el plano final del juez. Sí, puede que yo sea un
reaccionario y me resista a las
innovaciones-formales-de-los-nuevos-cineastas. De hecho no puedo siquiera
aventurar una crítica de aquellos presuntuosos procedimientos (arties
por doquier). No entiendo por dónde podrían entenderse o dejar de
entenderse. ¿Qué era eso? ¿Por qué? Me arriesgo: efectismo formal para
estudiantes flasheados.
Todos los caminos
conducen acá. Generalmente reticente a escuchar los discursos de los
responsables de las películas en su funciones festivaleras, en Dark Horse
no tuve otra que sufrir a su productora. No encuentro en la opinión de sus
autores ninguna autoridad especial sobre una obra ni creo que mi opinión se
pueda ver legitimada o deslegitimada por tales palabras “calificadas”. Pero
en la sala escuché, por ejemplo, que “el realizador eligió el blanco y negro
porque le gustaba mucho el cine francés de los ‘60 y lo quería homenajear” y
que “al principio el director tenía muchísimas ideas pero no lograba tener
un guión”. Lo juro.
Todavía no
entiendo como nadie logró percatarse de la confesión solapada que aquella
danesa estaba verbalizando en directo. Tomás Binder
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